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La oscuridad invadía el Gólgota, y también el alma. El chasco se abrazaba con el dolor en el corazón de María de Nazaret mientras veía agonizar a su Hijo. Cuán desgarrador y antinatural es para una madre ver morir a un hijo. La contemplación del horrendo espectáculo de su Hijo siendo maltratado, torturado y ofendido en el camino al Gólgota, y durante las interminables horas de su agonía en la cruz, era como una espada que le atravesaba el alma (ver S. Lucas 2:35).

Entonces, el Salvador agonizante habló. Preocupado por la seguridad y el sustento de la mujer que lo concibió y lo amó, “cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (S. Juan 19:26, 27).

Para todo el que cree en la bendita esperanza de la resurrección, la muerte es un enemigo vencido, pero sigue siendo un golpe demoledor para cualquiera que ve morir a un ser amado. La muerte es un ladrón que ingresó en la historia agazapado bajo la promesa diabólica de una vida interminable (ver Génesis 3:4).

La compañía de los amigos

El permiso concedido a José de Arimatea de sepultar en su propio sepulcro el cuerpo del Salvador, fue un exiguo consuelo en medio de la devastación, un ínfimo alivio para el corazón de María. Unas mujeres acompañaban a la devastada madre, un pequeño grupo que lloraba mientras la consolaba, como ha de ser la actitud de quienes acompañan a los que sufren la pérdida de un ser muy amado. Es deber cristiano estar al lado de los que sufren, “llorar con los que lloran” (Romanos 12:15).

Con dolor sobre dolor, dejaron el cuerpo inerte del Maestro en la fría piedra de la tumba de José de Arimatea, sellada con una roca movida por las fuerzas imperiales (ver S. Mateo 27:57-66). El sol de aquel viernes se ocultaba, y el santo sábado comenzaba. Movidas por el amor y un espíritu de obediencia, María y sus acompañantes se dispusieron a guardar el mandamiento de la ley (S. Lucas 23:56; Éxodo 20:8).

El consuelo de Dios

Aquellos momentos de decepción solo podían ser superados por el gozo de la victoria. La vida no podía ser eclipsada por la muerte, ni el bien por el mal. Al despuntar la aurora del tercer día, la voz del Dios Todopoderoso resucitó al “Deseado de todas las naciones” (Hageo 2:7). ángeles poderosos descendieron del cielo; a su presencia, los soldados romanos destacados en torno a la tumba cayeron como muertos, pues la humanidad no resiste a la divinidad.

Entonces, Aquel que pagó nuestros pecados con su vida salió, vencedor de la muerte. Con su resurrección Cristo garantiza nuestra vida cristiana (ver 1 Tesalonicenses 4:14, 16), y asegura nuestra resurrección en el día postrero.

Esta es nuestra esperanza ante la muerte: que en la mañana gloriosa de su advenimiento Cristo resucitará a quienes durmieron en la tumba, sin las marcas de la enfermedad y la vejez, sino con la lozanía de la salud y la juventud eterna.

Quienes, como María, hemos perdido a un ser muy amado podemos llorar, pero sostenidos por la esperanza de la resurrección. Cuando sepamos que alguien sufre una pérdida semejante, acompañémoslo ofreciéndole apoyo y ayuda, como Juan al lado de María.

El autor es doctor en Educación Familiar. Escribe desde Seattle, Washington.

Enfrentar el duelo con la esperanza de la resurrección

por Yván Balabarca Cárdenas
  
Tomado de El Centinela®
de Abril 2023