Hay en la contemplación de Cristo en la cruz una fascinación inefable. Su profecía se ha cumplido: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (S. Juan 12:32).
En estos días de Semana Santa, crucemos reverentes el umbral del evangelio, entremos en tierra sagrada, y contemplemos en su cruz al divino Redentor.
Preámbulo
Un grupo de religiosos judíos y soldados romanos seguidos por una multitud se ha reunido ante tres cruces, unos convocados por el odio, otros porque van a cumplir el deber de matar, el resto para satisfacer el morbo. Los romanos realizaban las ejecuciones junto a los caminos para facilitar el acceso a la gente que acudía a insultar a los que iban a morir. Roma estimulaba esta práctica para humillar hasta lo sumo a los ejecutados. No bastaba con aplicarles la más aterradora de las ejecuciones, no bastaba con ejecutarlos desnudos, aunque por motivos religiosos los judíos obtuvieron una dispensa, y sus ciudadanos eran crucificados con un velo protector de su intimidad. Había que ensañarse con la víctima y eliminar todo vestigio de su dignidad. Nunca faltaban las lenguas viperinas. El pueblo se divertía, y el Imperio mandaba un mensaje a la sociedad, pues generalmente se crucificaba solo a guerrilleros que luchaban por la independencia de Israel, nunca a ciudadanos romanos.
Hoy esa multitud se congrega para abatir hasta el polvo a un inocente. El juez romano y el gobernador judío no le hallaron culpa. Aun Judas, el discípulo que lo entregó, debió reconocer: “He pecado entregando sangre inocente” (S. Mateo 27:4). Jesús no solo satisfizo la justicia humana sino también la divina. Pero los dirigentes judíos “han enloquecido, pues no conocen el camino de Jehová, el juicio de su Dios” (Jeremías 5:4). Por eso, “el derecho se retiró, y la justicia se puso lejos; porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir” (Isaías 59:14). No les gustó el Mesías divino que Dios les envió. No les gustó la atmósfera del cielo en que Jesús vivía. Prefirieron su hipocresía, su religión de obras propias, su religión sin Dios. Con tal de que Roma lo matara, gritaron renunciando a su independencia: “No tenemos más rey que César” (S. Juan 19:15). Y cuando Roma se mostró renuente a crucificar al Justo, y trató de evadir su responsabilidad en la infamia, gritaron hipotecando su nación: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (S. Mateo 27:25). Entonces Pilato autorizó la ejecución.
Salieron por la puerta de las ovejas (S. Juan 5:2) y caminaron más de una hora hasta el Monte de la Calavera, para crucificarlo entre dos malhechores, como si fuera el más peligroso.
Cristo en la cruz
En mansa resignación extiende Jesús sobre la cruz sus vigorosos brazos de obrero, brazos que estrecharon a los desamparados, que levantaron muertos y enfermos. Ahí están, inertes, para que nunca más echen del templo a los mercaderes, piensan los sacerdotes. Ahí están, sometidos, para que nunca más levanten a nuestras víctimas del lecho de dolor y a nuestros prisioneros del sepulcro, piensan los demonios. Los inmovilizan pretendiendo que no vuelvan a estrecharnos, pero ahora esos brazos levantados nos abarcan a todos.
Clavan sus manos, y Jesús no se queja. Han herido las manos cuyo toque impartió salud y vida. Manos que dignificaron el oficio del trabajador común y que acariciaron el rostro de los niños. Manos cuyo ademán acalló tormentas y demonios. Manos que compartieron el vino y partieron el pan, que levantaron del suelo la oreja cortada de un enemigo y la devolvieron a su lugar. Ahí están, inmovilizadas ya, para que no restañen más heridas, para que no amen sirviendo ni sirvan amando, piensan sus enemigos diabólicos y humanos. Pero es ahí, sujetas por los clavos, donde realizan el bien supremo. Porque las manos de Cristo, crucificadas por nuestra culpa, desgarradas por nuestro bien, están salvando al mundo.
Clavan sus pies y él calla. Es la ofrenda perfecta por el pecado. Por eso no se queja. Le han dado una cruz por altar y ahí vierte su sangre en sagrada libación. Inertes y torcidos, crispados de dolor, están los pies que buscaron presurosos al triste y al doliente. Pies ungidos por una mujer agradecida, pies que no fueron lavados en la cena de Pascua. Ahí están ya, para que no corran a levantar del polvo al pecador vencido, para que no se apresuren a sacar del fango la dignidad de la mujer ultrajada, piensan los ángeles caídos. Pero es ahí, sujetos por un clavo, donde los pies de Cristo abren para todos el sendero de salvación, el camino al Padre (S. Juan 14:6).
La cruz es levantada y fijada en tierra. Ahora todos pueden ver al Hombre de cuyas manos brotaban los milagros, y de su boca las palabras de vida, el Ser cuyos actos insinuaban su filiación divina.
Contemplación
Ahí está, coronada de espinas, la santa cabeza que se inclinó piadosa ante la desgracia humana. Cabeza lacerada del Rey del dolor, digno de la doble corona de Creador y Redentor. Cabeza siempre bella, mas nunca como ahora, adornada en su sangre, tinta con la que escribe nuestros nombres en el libro de la vida.
He ahí su boca, partida por los golpes, que bendice al que lo mata. Una palabra cargada de poder puede bajarlo de la cruz y transportarlo a su reino. Basta una palabra, como la que en su preexistencia generó el universo, como la que levantó a los muertos y sosegó el agitado mar. Pero no quiere ganar para perder. Prefiere perder para ganar, ofrendarse por nuestras culpas. Menospreciando el oprobio al que ha sido sometido, “enmudeció, y no abrió su boca” (Isaías 53:7), “puso su rostro como un pedernal” (Isaías 50:7), firme como la piedra, y marchó hacia el Calvario, desoyendo la injuria, soportando el suplicio, porque una palabra en su defensa nos dejaba en el abismo, nos reducía a la nada, porque “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Por eso “murió por nuestros pecados” (1 Corintios 15:3). Era él o nosotros, y decidió morir como vicario para darnos la vida que se mide con la vida de Dios.
Ahí están sus ojos exangües, inyectados de sangre por la tortura. Ojos que miraban al hombre no como era sino como podía llegar a ser, ojos que reflejaban la beatitud de Dios, ojos que lloraron por el aciago destino de Jerusalén bajo sus líderes profanos y rapaces.
He ahí su rostro ennoblecido de heroísmo, embellecido de martirio, divinizado de altruismo, velado de tinieblas en las que el Padre se oculta para sufrir con él mientras lo quebranta, “sujetándole a padecimiento”, pues Jehová “no escatimó ni a su propio Hijo” sino que “cargó en él el pecado de todos nosotros” (Romanos 8:32; Isaías 53:6, 10). He ahí su rostro descompuesto de angustia ante el desagrado de su Padre, porque lo cubre la culpa del perverso, la mancha del impuro, el baldón del infame.
He ahí su rostro: ahora iluminado, ornado de victoria, en postrer agonía, y al fin, lívido de muerte, habiendo realizado el supremo sacrificio. He ahí la herida en su costado de la que fluye agua y sangre, signo de corazón quebrantado, de muerte por angustia. Agua que lava el mal, sangre que cubre la culpa.
¡Oh, pálido cuerpo sujeto por los clavos! ¡Oh, rostro marchito que liquidas la paga del pecado! ¡Oh heroico Redentor, Majestad del dolor, haznos lugar al pie de la cruz, ahí en tu evangelio, y háblanos del amor de Dios!
El autor es redactor de El Centinela.