Vayamos a la escena de la cruz. Jesús es crucificado alrededor de las nueve de la mañana; y desde esa hora hasta el mediodía brilla el sol. Pero al mediodía una oscuridad inexplicable cubre la tierra. él habla en tres ocasiones distintas antes de que la oscuridad sobrecoja el Gólgota. La primera vez eleva una oración al Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (S. Lucas 23:34). Luego dirige palabras de aliento a uno de los malhechores que están a su lado. (vers. 39-43). Finalmente, encomienda a su madre al cuidado del discípulo Juan (ver S. Juan 19:25-27). Pero cuando llega la oscuridad, guarda silencio durante tres horas. Luego eleva una segunda oración: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (S. Mateo 27:46). Después de esta oración, habla por quinta vez: “Tengo sed” (S. Juan 19:28). Finalmente, se registran sus últimas dos declaraciones que conforman la tercera oración: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (S. Lucas 23:46); y, “consumado es” (S. Juan 19:30).
Hay una unidad interna en las tres oraciones de Jesús, un mismo eje de transmisión del amor divino por la humanidad.
En alas de la imaginación veamos la escena del Calvario: Al llegar al Gólgota, Jesús no ofrece resistencia. Su rostro permanece sereno, mientras grandes gotas de sudor caen sobre su frente. No hay mano compasiva que enjugue el rocío de muerte que cubre su rostro, ni se le permite a su madre que sostenga su cabeza y acaricie su frente, la misma frente que alguna vez se reclinara en su seno. Tampoco escucha palabras de simpatía, que alguna vez alentaron su corazón humano durante su ministerio terrenal. En lugar de eso, los soldados siguen el libreto escrito por los dignatarios del templo de Jerusalén. Durante este momento, Jesús ora por cada uno de los soldados: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Su mente se aparta de sus propios sufrimientos para pensar en sus perseguidores. ¡Qué triste escena! Jesús no maldice a los soldados que lo maltratan con ferocidad. Tampoco invoca venganza sobre los sacerdotes y príncipes que se regocijan por lograr su propósito. ¡No! ¡Lo que Cristo hace es compadecerse de todos por su ignorancia!
Jesús dice: “No saben lo que hacen” ¿Qué significan estas palabras? ¿Qué sentido tiene esta ignorancia? Pedro también usó el argumento de Jesús cuando se dirigió a la multitud a fin de explicar la causa de los tormentos de Cristo. Habló de “ignorancia” (ver Hechos 3:17, 18).
¡Cuán profundo es el abismo entre Dios y los hombres! La ignorancia remite a nuestra condición humana. Jamás buscaríamos a Dios si no fuera porque él nos busca primero. ¡Jamás elevaríamos una oración si antes no escucháramos su voz! ¡Jamás lo amaríamos si antes no sintiéramos su amor en nuestro corazón! (ver 1 Juan 4:19). Si la existencia no fuera en sí misma una expresión del amor divino, jamás captaríamos el amor de Dios en nuestro propio tiempo de vida.
No obstante, la buena noticia es que Jesús acepta nuestra ignorancia absoluta, nuestra impotencia para salir del pozo de la muerte, y se convierte en nuestro perfecto Sustituto. Es el puente entre Dios y nuestra ignorancia. Une el abismo entre la vida y la muerte. Sus palabras de compasión por la ignorancia profunda de nuestra condición humana estallan en un grito de plegaria intercesora, de oración perdonadora.
La primera oración es el cimiento de la segunda: Jesús no solo tiene el deseo de interceder por los pecadores, pidiéndole al Padre que los perdone, sino que tiene el poder de introducirse en las tinieblas del abandono de Dios para recuperarse a sí mismo como hombre y con él llevar cautiva la muerte. De esas tinieblas emerge la segunda oración: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (S. Mateo 27:46).
La oración por amparo
¿Cuál es la paradoja del abandono del Padre al Hijo?
Mateo registra el silencio y la oscuridad de las tres largas horas desde el mediodía hasta las tres de la tarde. No estamos destinados a saber qué sucedió debajo de ese velo de tinieblas. La oscuridad veló la agonía ante los ojos de la crueldad humana. Dios cubrió los cielos en señal de luto.
Imaginemos la escena: Jesús yace como muerto, cuando un clamor quejumbroso rompe el silencio de la espesa oscuridad. Las palabras son insuficientes para ilustrar esa paradójica emoción que estalla entre la confianza y la sensación de abandono de Jesús. Siente que Dios lo ha dejado, pero se aferra a él. Su fe, como hombre, alcanza su clímax en esa hora suprema cuando, cargado con la misteriosa carga del abandono de Dios, logra exclamar en agonía: “¡Dios mío!”. Esta es la paradoja de esta oración: Jesús siente el abandono pero se aferra a su Padre, porque sabe que él nunca abandona.
En esa hora terrible Jesús lleva en su propia conciencia el máximo castigo. La separación de Dios es la muerte definitiva, la segunda muerte (Apocalipsis 20:6). Si la muerte de Cristo hubiera sido como la de cualquier mártir, sin la conciencia del abandono de Dios, su muerte no habría sido la consecuencia de los pecados del hombre, su muerte no habría sido eficaz para alcanzar a toda la humanidad. El templo de su vida comenzaba a ser destruido, pues había dicho: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (S. Juan 2:19). El abandono divino que Cristo sintió en la cruz es simultáneo con el abandono del Santuario terrenal, profanado a causa de la oración proferida con orgullo, del rezo vacío de significado, de las plegarias ahogadas por las tradiciones huecas, indiferente a la vida y a la relación personal con Cristo.
Jesús pagó el precio de sentirse abandonado por su Padre para que nosotros jamás nos sintamos abandonados cuando lo busquemos en la súplica humilde.
La oración perfecta de Dios
La declaración “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”, con las palabras que registra Juan, “consumado es”, conforman la última oración del Maestro. Esta expresión revela que su muerte fue una elección. No murió porque su cuerpo desfalleció ante el castigo físico como cualquier mortal. Murió porque escogió, y escogió porque amó.
Con esta última oración, Jesús se convierte en la oración perfecta de Dios. Es el amor consumado en la cruz, pero también es el constante llamamiento divino a nuestro corazón para que aceptemos su sacrificio. En este sentido, todo el plan de salvación es la oración de Dios por el hombre a lo largo de toda la historia: para que acepte su amor.
El dolor lleva consigo su propio consuelo, así como la tristeza por la muerte lleva consigo su propia esperanza. La elección de Jesús de llevar la cruz estuvo precedida por el gozo anticipado de que sus sufrimientos tendrían un fruto eterno: la redención de la humanidad. Jesús puso el gozo de la salvación del mundo en el horizonte de su senda de sangre y dolor, para que sus sufrimientos tuvieran sentido (Hebreos 12:2).
Sus últimas palabras son una invitación a que tú y yo busquemos siempre las manos amorosas del Padre en oración humilde. Entonces tendremos paz.
El autor es el editor de El Centinela.