La palabra discriminación, definida por el Diccionario de la Lengua Española como “trato diferenciado, contrario al principio de igualdad, normalmente perjudicial para el discriminado”, ha cobrado relevancia en estos últimos días, tanto por los constantes actos de discriminación en todas partes, como por los esfuerzos para contenerla o erradicarla. En medio de esta ola discriminatoria, es pertinente hacernos algunas preguntas: ¿Apoyamos nosotros o rechazamos activamente la discriminación? ¿Qué estamos llamados a hacer frente al flagelo de la discriminación?
Cada vez que reflexiono o debo disertar sobre el tema de la discriminación, invade mi mente una de las vivencias relacionadas con este lastre que más me impactó en la niñez. En nuestro salón de clases, la mayoría de los estudiantes decidimos no acercarnos a un chico que lucía diferente. Su rostro parecía más de adulto que de niño, tenía fruncido el ceño, y se le veía desganado, por lo que solía dormirse durante las clases. Su uniforme escolar no era como el nuestro: lucía desgastado, arrugado y viejo; pero lo que más irritaba a muchos era el desagradable olor que despedía casi todos los días. El rechazo hacia este muchacho no fue una decisión premeditada, sino algo “natural”, porque nadie se interesaba en estar cerca de él, y él tampoco se nos acercaba.
Un día, mi madre, quien era docente en esa institución, y manifestaba interés por los débiles y necesitados, llamó mi atención con respecto a ese chico, y sutilmente, me motivó a acercarme a él, a intentar comenzar una amistad, y a averiguar un poco más sobre su vida.
Pronto entendí todo. Aquel chico no vivía en la capital del país, en Bogotá, Colombia, donde nosotros estudiábamos; vivía en Chocontá, una ciudad muy pequeña localizada a casi dos horas de viaje de nuestro colegio. Además, era huérfano, y vivía con sus abuelos. Para cubrir las necesidades básicas de la familia y pagar los estudios de su nieto en una institución privada como la nuestra, los abuelos y él mismo hacían quesos frescos en casa, los que debían ser transportados, casi siempre en la madrugada, en transporte público, desde su casa en Chocontá hasta la plaza del mercado. Ahí debían ser distribuidos en varios locales comerciales antes de las 5 de la madrugada.
Casi todos los días nuestro condiscípulo ayudaba en la elaboración, el transporte y la distribución de los quesos; luego, ahí mismo, en la rústica plaza comercial, procuraba asearse, pero no podía eliminar el olor a queso fresco que había impregnado su ropa y su cuerpo. Por eso olía mal. Las arrugas del uniforme se debían a que lo traía doblado en el maletín escolar; por eso no lucía como el de la mayoría de nosotros. Dormía poco y trabajaba mucho, así que no podía concentrarse durante mucho tiempo, sino que se dormía.
Mi sabia madre me motivó nuevamente, ahora a que invitara a ese niño a venir a nuestra casa cada mañana que realizara ese trabajo para darse una buena ducha, usar su uniforme limpio y planchado, y desayunar con nosotros antes de ir a la escuela. Muy contento y agradecido, aceptó la invitación. Su verdadera vida fue conocida por todos en clase. Casi todos recapacitaron, le manifestaron aceptación, y reconocieron su esfuerzo. Además, el buen queso nunca faltó en casa cada mañana que mi amigo nos visitaba.
Igualdad vs. discriminación
La lucha contra la discriminación debería comenzar en cada persona y en cada hogar, y extenderse a la escuela, la iglesia, el lugar de trabajo o en cualquier grupo social de nuestra ciudad. Nos debería motivar el principio que atesora el texto bíblico más conocido y amado: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (S. Juan 3:16).
El regalo divino, “Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (S. Mateo 1:23), es decir, Cristo, nos fue concedido por amor, para redimir a la humanidad, a la que Dios ve como una sola familia: la familia humana, sin fueros ni estratos. ¡Qué buena noticia! “Dios amó al mundo” sin excepciones, para que “todo” el que crea en él reciba el regalo de la vida eterna.
El Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) celebra el 21 de marzo de cada año el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial, en homenaje a los protagonistas de una triste historia que se remonta a 1960, cuando la policía mató a 69 personas en una manifestación pacífica contra la ley de pases del apartheid que se practicaba en Sharpeville, Sudáfrica. Al proclamar esta efeméride en 1966, la Asamblea General instó a la comunidad internacional a redoblar esfuerzos para eliminar todas las formas de discriminación racial (resolución 2142 – XXI).
La hilera de tumbas de las 69 personas asesinadas por la policía durante una protesta contra el paso en la estación de policía de Sharpeville el 21 de marzo de 1960.
El autor tiene una maestría en Teología. Escribe desde Orlando, Florida.