Dios nos diseñó de tal manera que necesitamos consumir para mantenernos vivos y sentirnos plenos. Cada vez que comemos, nos vestimos, viajamos, escuchamos música o leemos, estamos consumiendo. ¿Podría ser malo el hecho de ser consumidores? Consumir (una conducta) no es igual a consumismo (un estilo de vida). El consumismo es una forma de ver el mundo, un filtro que condiciona nuestra percepción de las cosas, nuestro concepto de las personas, nuestra expectativa de la felicidad, nuestra relación con el entorno, nuestra idea de Dios y nuestra práctica de la religión.
La percepción consumista
Si alguna vez fue cierto que “el hombre se fija en las apariencias” (ver 1 Samuel 16:7), es en la cultura del consumismo. En esta cultura nos valoramos unos a otros en función de lo observable, lo cual hace a nuestra sociedad tan superficial que prioriza la forma sobre el fondo. Quien tiene acceso a productos lujosos se proyecta como una persona de éxito. Cuanto más caro sea lo que tenemos, más exclusivo; por tanto, comprarlo (aunque nos endeudemos) nos hace percibirnos como personas “valiosas”. De ese modo las cosas, que deberían tener valor solo en la medida en que aportan a nuestra misión o satisfacen nuestras necesidades reales, se convierten en nuestro referente para medir cuánto valemos.
Pero esa percepción consumista de que las posesiones nos hacen exitosos, únicos y especiales es una paradoja. Si lo analizamos, descubriremos que, en realidad, nos hacen más parecidos. Al tener el mismo teléfono que otros y vestir las mismas marcas porque queremos ser percibidos como personas “valiosas”, perdemos nuestra identidad y autenticidad individual.
El concepto consumista: competitividad y utilitarismo
La mentalidad consumista afecta nuestras relaciones personales, pues nos hace ver al otro como un obstáculo para alcanzar nuestras metas. Por ejemplo, si quiero trabajar en una empresa prestigiosa, competiré con mis compañeros de universidad para tener el mejor expediente. Si quiero el salario más elevado, competiré con mis compañeros de trabajo por el puesto que anhelo, y en aras de esa productividad que me haga destacar, pondré en riesgo mi salud. Dejamos de ver que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que más importante que un puesto es refinar la personalidad; y que el otro no es un obstáculo, sino un hermano en Cristo.
“Ama a tu prójimo como a ti mismo” (S. Mateo 22:39), dice el segundo mandamiento más importante de la ley, pero este principio no es el que rige la sociedad de consumo. La satisfacción de unos deseos que tenemos y que son tan apremiantes que los convertimos en necesidades (creadas, falsas, artificiales) hace de nosotros personas narcisistas, que se sienten con derecho a tratar a los demás en función de lo que aportan a nuestro beneficio, placer o satisfacción. De esa manera los deshumanizamos, convirtiéndolos en objetos.
El consumismo se centra tanto en el individuo, que contradice la dimensión social del evangelio. “Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación” (2 Corintios 5:18). ¿Cómo podemos ministrar al otro si lo consideramos un impedimento a la consecución de nuestros fines? El primer paso es abrirnos a la humanidad, ofrecer aceptación sin prejuicios (basados en lo que consumen) y quitarnos las máscaras. Así es como el evangelio comienza a operar en los corazones.
“Cuanto más tengo, más feliz soy”
Aunque la publicidad quiera convencernos de que la felicidad nos aguarda tras la compra de ciertos productos, es fácil desmontar esta premisa: solo hace falta comprar esos productos para comprobar que después volvemos a la misma sensación de vacío de antes. Es que el alma humana no se satisface con lo exterior (lo material), sino con la morada de Dios en el interior (lo espiritual). Nuestra felicidad se halla en la esperanza que deriva de una relación con Dios basada en la fe.
Pero, ¿qué lugar ocupa la fe en la vida de la persona que se siente segura por su posición económica, valiosa por la imagen que proyecta gracias a los artículos que compra, y aislada por su concepción del prójimo como un obstáculo? ¿Qué lugar ocupa la esperanza cuando esta se basa únicamente en el deseo de alcanzar un día las cosas que aquí y ahora no están a nuestro alcance?
La idea de Dios que crea la mentalidad consumista
Para la mentalidad consumista, Dios tiene valor en la medida en que es útil. En lugar de considerarlo el Creador todopoderoso que merece reverencia (1 Crónicas 29:11), lo ve como un recurso que le garantiza que le vaya bien en la vida: que tendrá un mejor matrimonio, una familia más feliz, un buen trabajo. . . Y desde la comodidad de su casa y la abundancia de sus recursos materiales llega a una certeza que le induce a expresarse en términos absolutos: “Dios nunca”, “Dios siempre”, “Dios odia”, “Dios ama”. Pero “mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos” (Isaías 55:8). Dios no está sujeto a nuestras preferencias personales, no nos invita al evangelio de la prosperidad, sino a tomar nuestra cruz cada día y seguirlo (ver Mateo 16:24-27), ejerciendo confianza en él.
A causa de que el cristiano consumista adora a Dios no por quien es, “grande y digno de suprema alabanza” (1 Crónicas 16:25), sino por lo que puede hacer por él, no ve con buenos ojos que espere de sus hijos el sacrificio personal. El máximo valor del consumismo es la satisfacción de los deseos individuales, y negarse a uno mismo no forma parte de esa cultura. Cambiar esa visión de Dios requiere un encuentro personal con él.
Nuestra práctica de la religión: la iglesia como actividad de consumo
Los valores de la sociedad han permeado la iglesia. Habiendo aprendido de la mentalidad consumista a asociar identidad con productos de consumo, el cristiano piensa: Esta iglesia no es tan sofisticada como yo, la gente que se sienta en sus bancos no es de mi clase, buscaré (consumiré) otra que me represente. La meta deja de ser la transformación del carácter y el compromiso cristiano, y pasa a ser la satisfacción personal.
La iglesia es el lugar donde adorar a Dios, no donde satisfacer mis deseos; donde refinar el carácter por medio de la obediencia y el servicio al prójimo, no donde ser meros espectadores pasivos; donde la gente pueda encontrar descanso de esa batalla por aceptación que lleva al consumismo, y hallar la serenidad de vivir en Cristo (cabeza de la iglesia) y en unidad en la diversidad.
No seas esclavo de una mentalidad
El consumismo compite con el reino de los cielos dentro de nosotros. Sus valores nos atraen, pero hemos de aprender a vivir sin rendir nuestra conciencia ante su altar. ¿Cómo? Volviendo nuestras mentes a Cristo, para que nos libere de sus redes. La sociedad de consumo quiere que te comportes como un robot: que compres y sigas comprando. La cultura del evangelio quiere que te hagas preguntas de calado existencial: ¿Cuál es mi propósito en la vida? ¿Cuánto vale para mí un alma humana? ¿Quién es Dios y qué espera que haga? ¿A qué filtro someto las decisiones que tomo?
Dios quiere que el evangelio sea ese filtro, por eso te insta a vivir contra la cultura del consumo. Lo ha hecho siempre; y hoy con más razón, “porque los días son malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” (Efesios 5:16, 17).
La autora es editora de la Asociación Publicadora Interamericana. Escribe desde Miami, Florida.