Aun en esta era secularizada, un tercio de la población mundial rinde culto a Jesús de Nazaret como el eterno Dios encarnado. También los musulmanes, hindúes, budistas, baha’i y otros reconocen su conexión con la divinidad, su sabiduría y su compasión. Los ateos procuran encontrar un personaje más influyente en el mundo que Jesús, quien dividió la historia en a.C. y d.C. Los argumentos sobre su identidad han dividido continentes, naciones y comunidades.
A pesar de que los musulmanes tienen gran respeto por Jesús como un gran profeta, se les enseña que toda expresión semejante a “Hijo de Dios” es blasfema, y un grave insulto contra el Gran Dios Supremo, Alá. Por su parte, las principales iglesias cristianas rehúsan aceptar a los Testigos de Jehová y a los Santos de los últimos Días como cristianos legítimos porque enseñan que Jesús es un ser creado, con divinidad inferior a la de Dios el Padre y sustancia separada de la de él.
En algunas épocas, la iglesia cristiana se dividió respecto a la divinidad de Jesucristo. Durante casi una centuria, comenzando desde la última parte del siglo II d.C., los teólogos y obispos debatieron si Jesús ha existido por siempre, en unidad con el Padre, o si fue creado. Algunos argumentaban que Jesucristo no tuvo un cuerpo físico mientras vivió en la tierra, que solo proyectó esa ilusión.
El debate sobre la identidad de Jesús comenzó con su nacimiento. Los registros bíblicos de su vida terrenal y sus enseñanzas, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan, giran alrededor de la pregunta: ¿Quién es este? En el juicio de Jesús el tema de su identidad fue crucial. Los dirigentes judíos insistían: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios” (S. Juan 19:7).
¿Mentiroso, lunático, o Señor?
El filósofo y teólogo C. S. Lewis, en su libro clásico, Mero cristianismo, destaca lo distintivas que son las opciones delante nosotros al considerar a Jesús de Nazaret:
Estoy intentando con esto prevenir el que alguien diga esa majadería que a menudo se dice de él: “Estoy dispuesto a aceptar a Jesús como un gran maestro moral, pero no acepto su pretensión de ser Dios”. Eso es precisamente lo que no debemos decir. Un hombre que fuera simplemente un hombre y dijera la clase de cosas que Jesús decía, no sería un gran maestro moral. Sería ya sea un lunático —en el mismo nivel que el que dice que es un huevo escalfado—, o el Demonio del Infierno. Tienen que elegir: o este hombre era, y es, el Hijo de Dios; o un loco, o algo peor. Pueden encerrarlo como a un loco, pueden escupirlo y matarlo como a un demonio; o pueden caer a sus pies y llamarlo Señor y Dios. Pero no vengamos con tonterías condescendientes acerca de que él era un gran maestro humano. No nos dejó abierta esa posibilidad. No tenía ninguna intención de hacerlo.*
Un encuentro con Jesús
A pesar de las devastadoras evidencias de Lewis, muy pocos de nosotros vamos a ser encerrados en una creencia cristiana solo por lógica. Es necesario un encuentro con Jesús, tal y como lo vivió una incógnita mujer de Oriente Medio.
Jesús y sus discípulos iban por Samaria, al norte de Jerusalén, una región que los judíos despreciaban por su mestizaje y su religión sincretista. Junto a un pozo en las afueras de Sicar, Jesús se detuvo a descansar, mientras sus discípulos iban a comprar alimento. De pronto, una mujer vino al pozo a traer agua. Era cerca del mediodía e iba sola, tal vez para evitar a las mujeres que acudían en horas más templadas. Jesús le pidió agua, y ella se sorprendió:
¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí.
Respondió Jesús y le dijo: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva.
La mujer le dijo: Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, tienes el agua viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados? (S. Juan 4:9-12).
Aun cuando la mujer llamó “Señor” a este extraño judío, e invocó el nombre de un ancestro común, Jacob, hablaba con cierta ironía: “¿Quién crees que eres, repleto de palabras exorbitantes acerca de agua viva cuando ni siquiera tienes una cubeta y una cuerda?” Aun así, el asunto de la identidad de Jesús se había convertido en el punto central. “Jesús le dijo: Ve, llama a tu marido, y ven acá” (vers. 16).
Repentinamente, la razón de esta mujer para evitar la multitud es puesta al descubierto. Pero, ¿cómo es posible que este extraño pueda conocer los detalles íntimos de su vida desastrosa? Y responde:
“No tengo marido” (vers. 17).
Jesús le dijo: “Bien has dicho: No tengo marido; porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido” (vers. 18, 19).
Una vez más, el foco del asunto es la identidad de Jesús. La mujer está ahora preparada para aceptarlo como profeta. Pero, para desviar la atención de sus problemas, trae a colación un punto religioso debatido entre samaritanos y judíos. Experta en hombres, ella sabe cómo distraerlos con minucias. “Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar”.
“Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. . . Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. . . (vers. 21-23).
“Le dijo la mujer: Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará todas las cosas” (vers. 25).
“Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo” (vers. 26).
Va a ser difícil que encuentres en los evangelios una declaración más directa que esta sobre la identidad de Jesús. Sin embargo, él no pronunció esta gran declaración mesiánica ante reyes o multitudes, sino ante una mujer quebrantada junto a un pozo solitario. Jesús no tomó partido en debates polarizadores, más bien señaló hacia un futuro en el que las discusiones sobre lugares santos serían irrelevantes.
La experiencia dejó a la mujer tan impresionada que se olvidó de su necesidad de agua y de su vergüenza, y corrió a compartir lo que acababa de escuchar.
“La mujer dejó su cántaro, y fue a la ciudad, y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo? Entonces salieron de la ciudad, y vinieron a él. . . Y muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él. . . y decían a la mujer: Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo, el Cristo” (vers. 28-30, 39, 42).
El Salvador del mundo
Sí, Jesús es mayor que su ancestro Jacob. También es más que un profeta. Durante su encuentro con esta mujer reclamó el título de Mesías, y fue identificado por la samaritana y la gente del pueblo como “el Salvador del mundo”. Pero, ¿cómo salvaría al mundo? La respuesta viene del capítulo anterior del Evangelio de Juan, donde tuvo otro encuentro personal, en una reunión secreta con un dirigente religioso llamado Nicodemo, a quien le dijo: “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (S. Juan 3:13-16).
Hay profundidades en estas cortas oraciones que no tenemos espacio para explorar aquí, pero lo que es claro es que Jesús se identificó como Hijo del Hombre e Hijo de Dios, completamente humano, plenamente divino, “el que descendió del cielo”, pero nacido de mujer. Jesús también insinuó que habría de morir, levantado en una cruz. Y explicó que quien creyera en él obtendría vida eterna. Eso era lo que significaba para los samaritanos “Salvador del mundo”, no alguien que aplastaría a sus enemigos con fuerza militar o armamentos mágicos; no con un desbordamiento teológico e intelectual, sino mediante una vida y muerte de sacrificio; un Mártir que valoraba incluso a una mujer sola y humillada que buscaba satisfacer su sed.
* C. S. Lewis, Mero cristianismo (Nueva York: HarperOne, 2006) pp. 49. 50.
El autor es director asociado de Signs of the Times. Escribe desde Australia. Este artículo fue adaptado de Signs of the Times, octubre de 2019.