No recuerdo el año, pero sí el evento. Ocurrió en Doha, Catar. El Emir, en colaboración con la directora del Departamento Universitario de la Sharía (ley islámica), se había propuesto establecer el primer foro de diálogo interreligioso de la región, y cubrió generosamente los gastos de más de doscientos líderes religiosos mundiales.
Como en todo nuevo proceso, la falta de confianza era palpable. Pronto se desató un debate entre un grupo de judíos y ciertos líderes palestinos (musulmanes y cristianos) en el contexto de los muchos agravios históricos y embrollos políticos.
Entonces, mi memoria se nubla. No recuerdo las innumerables ponencias sobre el tema de la dignidad del otro y el respeto a los símbolos sagrados. Lo que sí recuerdo es lo que pasó después. El último día del foro, los planificadores del Centro Internacional para el Diálogo Interreligioso (DICID) de Doha habían organizado un recorrido y un lujoso banquete en un restaurante tradicional árabe. Las mesas habían sido cuidadosamente asignadas para incluir al menos a un musulmán, un cristiano y un judío. En la mía éramos cuatro, un judío secular y un rabino ortodoxo de Jerusalén, un profesor musulmán conservador y yo, una profesora adventista con experiencia en estudios interculturales y énfasis en el islam.
Primero, oramos antes de comer. El musulmán levantó sus manos antes de recitar en árabe: “Bismillah hir Rahman-nir-Raheem” [En el nombre de Dios, el más Misericordioso, el más Compasivo]. Siguió el rabino ortodoxo: “Baruch atah Adonai Elokeinu melej haolam” [Bendito seas tú, Dios, nuestro Señor, Rey del mundo]. Yo, sin usar palabras prestadas, agradecí a nuestro Padre celestial desde lo más profundo de mi mente y mi corazón. Era un viernes, y al ver el sol desvanecerse en el horizonte, el rabino y yo sentimos la presencia de Dios cubriendo su creación en las horas benditas del sábado. Enseguida, el rabino sacó de su maletín un plato blanco y una lata de sardinas, un bollito de pan y cubiertos, y sin explicación alguna, procedió a comer. El judío secular parecía avergonzado, y explicó que la Torá prohíbe la mezcla de sangre y leche, y el consumo de alimentos impuros. De manera que ciertos judíos evitan platos o comida que pudieran estar contaminados.
Las líneas demarcatorias habían sido trazadas, y la mesa era el gran divisor. Todo cambió cuando “Abraham llegó a la mesa”.
—Para nosotros los judíos —dijo el judío secular—, Abraham es una figura imponente, la cabeza de una larga cadena que generación tras generación permanece firmemente unida.
—Es cuestión de fe. . . es cuestión de supervivencia —asintió el rabino.
—Abraham es el padre de nuestra nación islámica (ummah) —añadió el musulmán—. Él inauguró la comunidad de aquellos que se someten a la voluntad de Dios y aquellos que, a través de la lógica y mediante la observación cuidadosa se dan cuenta de que todas las señales de la naturaleza nos invitan a volver con humildad a la singularidad de Dios.
Yo percibía el amor de estos hombres al hablar de nuestro padre Abraham.
—Abraham creyó —comenté—, y le fue contado por justicia.
Abraham aparece sin árbol generacional, sin pasado, solo un futuro guiado por una promesa de presencia y bendición divina. Abraham le dice sí a Dios en contra de miríadas de voces que apelan al sentido común.
—Abraham confía aun cuando sus ojos no ven la tierra prometida ni su cuerpo produce la semilla de una gran nación que más tarde llegará —agregué—. Abraham confió, y esta confianza, no sus obras, fue contada como justicia a los ojos de Dios.
Había lágrimas en nuestros ojos: compartíamos la misma historia, y el anhelo común por participar en la historia de un Dios que llama, que nos declara justos, que escucha a Ismael y se ríe con Isaac. En la mesa con Abraham descubrimos cómo adorar juntos al Dios de Abraham. En lo íntimo me pregunté si esa experiencia era una sombra de lo que Jesús anunció cuando dijo: “Os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (S. Mateo 8:11).
Abraham, padre de naciones y de religiones
1. Torá (Génesis 16:4-6): “Luego vino a él (Abraham) palabra de Jehová, diciendo: No te heredará este, sino un hijo tuyo será el que te heredará. Y lo llevó fuera, y le dijo: Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia. Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia”.
2. Corán 16:120: “Ciertamente, Abraham fue un líder espiritual ejemplar (una nación) que obedecía a Dios (Allah) y lo adoraba exclusivamente a él con plena sumisión y sinceridad, y no era un idólatra”.
3. Corán 60:4-6: “En Abraham y en los que con él estaban tenéis un hermoso ejemplo, cuando le dijeron a su gente: No respondemos de vosotros y de lo que adoráis fuera de Dios (Allah), sino que renegamos de vosotros. La enemistad y el odio habrán surgido entre nosotros para siempre a menos que creáis en Dios (Allah) y en nadie más. Sin embargo, Abraham le dijo a su padre: Pediré perdón por ti, pero no puedo hacer nada en tu favor ante Dios (Allah). ¡Señor nuestro! A ti nos confiamos, a ti nos volvemos, y a ti hemos de retornar. ¡Señor nuestro! No pongas a prueba a los que se niegan a creer, dándoles poder sobre nosotros, y perdónanos Señor. Realmente tú eres el Poderoso, el Sabio”.
4. Nuevo Testamento (Gálatas 3:6-11): “Así Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia. Sabed, por tanto, que los que son de fe, estos son hijos de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. De modo que los de la fe son bendecidos con el creyente Abraham. Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas. Y que por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá”.
La autora es una profesora adventista con experiencia en estudios interculturales y énfasis en el islam.