La Biblia está cargada de historias de amistad. Una de esas memorables historias es la de una suegra y una nuera: Noemí y Rut.
En estos tiempos de xenofobia, racismo y nacionalismo, de muros fronterizos y persecución de migrantes, la dulce historia de amistad de estas damas brilla con permanente fulgor.
Noemí era una hebrea que vivía en el reino idólatra de Moab, al otro lado del Jordán. Ahí sus dos hijos se casaron con señoritas moabitas: Orfa y Rut.
Aunque el pueblo de Moab provenía de Lot, el sobrino de Abraham, era enemigo de Israel. Para proteger a su pueblo, Dios ordenó: “No entrará amonita ni moabita en la congregación de Jehová, ni hasta la décima generación. . . por cuanto no os salieron a recibir con pan y agua al camino, cuando salisteis de Egipto, y porque alquilaron contra ti a Balaam hijo de Beor, de Petor en Mesopotamia, para maldecirte” (Deuteronomio 23:3, 4).
Luego de permanecer diez años en Moab, murió el esposo y los dos hijos de Noemí. En ese tiempo llegó la noticia de que en Belén, la tierra de Noemí, había abundancia otra vez. Noemí decidió regresar. Ahí tenía las tierras de su esposo. Emprendió el viaje, pero con ella venía Rut, quien le dijo: “Dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios” (Rut 1:16, 17). Rut no solo amaba a Noemí, sino que se había convertido al Dios de Israel. Noemí la llevó consigo.
Llegaron a Belén al comienzo de la cosecha. Conforme a la ley, los pobres podían recoger espigas en el campo de los ricos. Noemí envió a Rut a espigar al campo de un pariente llamado Booz, y Rut se casó con él. Además, Booz compró las tierras de Noemí. Ahora Rut era rica, y Noemí tenía recursos para su vejez. Lo mejor de todo es que Rut tuvo un hijo que llegó a ser abuelo del rey David y antepasado directo del Rey Jesús. Todo porque una suegra y una nuera de pueblos distintos, en vez de ver sus diferencias, vieron su valor humano, y porque amaban al mismo Dios.
El autor es redactor de El Centinela.
