Nuestra lengua materna, la que aprendimos cuando éramos niños pequeños, es mucho más que una colección arbitraria de sonidos. El pueblo crea su propia lengua de manera empírica y espontánea a partir de las experiencias de su diario vivir. Las palabras no son códigos inventados por alguien, sino el reflejo colectivo de la creatividad humana en medio de las emociones, las victorias y los fracasos de todos los días. Son una expresión de la cultura, la historia y las tradiciones de una nación.
La pérdida de una lengua es la pérdida de una riqueza cultural invalorable e irrecuperable. De las 6,000 lenguas que existen hoy, unas 2,500 están en peligro de extinción a causa de la globalización cultural. La enormidad de esta pérdida ha llegado a preocupar a la Organización de las Naciones Unidas, la que ha instituido el 21 de febrero como el Día Internacional de la Lengua Materna y ha instrumentado programas dirigidos a fomentar el multilingüismo para la inclusión en la educación y en la sociedad de idiomas y culturas que de otra manera se perderían para siempre.
El prodigio de la lengua
La lengua es la más rica y compleja forma de comunicación que tenemos. ¡Pero un niño puede aprenderla en tres años! ¡El cerebro infantil es un prodigio inmensurable!
El idioma es el código maestro que utilizamos en tres áreas principales de nuestro diario vivir: la comunicación con otras personas, el establecimiento de pautas para nuestra vida, y la adquisición de conocimientos. El conocimiento se forma de imágenes, sonidos y sensaciones diversas, pero es el lenguaje lo que relaciona todo lo que entra por nuestros sentidos y es el medio para transmitir tal conocimiento a otros. Nuestra lengua materna influye también en nuestra manera de pensar y de ver la vida.
Cómo aprendemos la lengua materna
Aprendemos a hablar jugando, sin libros, clases ni maestros. Muy pronto nos familiarizamos intuitivamente con los elementos básicos, las reglas y los usos de la lengua. Adquirimos los sonidos de nuestra lengua materna y al mismo tiempo desarrollamos una “sordera psicológica” que inhibe nuestra percepción de los sonidos peculiares de otras lenguas. Pero no olvidamos los sonidos de nuestra lengua materna, aun cuando hayamos dejado de hablarla y la hayamos olvidado. Una nueva exposición a ella hace que muy pronto volvamos a hablarla con los sonidos correspondientes.
El período más sensible para que un niño comience a hablar son los dos primeros años de vida. La adquisición de la lengua materna, en la mayoría de las culturas, se produce entre los tres y cinco primeros años. En general, al cumplir el primer año el niño ya articula algunas palabras. A los dos años ya puede armar oraciones simples que la madre y otros miembros de la familia pueden entender. A los tres años comienza la verbalización funcional, que puede ser entendida más allá del círculo familiar.
El valor de aprender una segunda lengua
Un niño que aprende una segunda lengua en adición a su lengua materna tiene un privilegio que muchos ignoran. Activa zonas cerebrales adicionales y desarrolla capacidades que le permiten aprender otros idiomas con mayor facilidad más tarde en la vida. El niño bilingüe aumenta su capacidad de aprendizaje y se convierte en una persona de pensar más amplio, con un mejor entendimiento de las opiniones y los sentimientos de otros, más positiva y más adaptada a tareas múltiples.
Desciendo de inmigrantes italianos por parte de padre, por tanto, desde el vientre de mi madre estuve expuesto a la fonética y el vocabulario italiano. A los 47 años vine a Canadá, trabajé con italianos durante más de dos años, y muy pronto aprendí a hablar su lengua. Me decían:
—¿De qué parte de Italia eres?
—De ninguna —respondía—. Nunca he estado en Italia. —Y se asombraban.
—¿Cómo puedes hablar italiano sin acento si nunca has estado allá?
El italiano me ayudó a aprender el inglés en Canadá sin ir a la escuela.
Una brillante oportunidad
Una persona multilingüe puede sentir diferentes emociones al hablar un idioma u otro. Esto se debe a los recuerdos y experiencias ligados con el aprendizaje de esa lengua. Al parecer, somos más objetivos en nuestras decisiones cuando usamos una segunda lengua que no conlleva las emociones vividas en nuestra temprana niñez.
Cuando aprendemos nuestra lengua materna, nuestro cerebro infantil es capaz de acumular con avidez toda clase de imágenes, sensaciones y sonidos. De allí que este período de la vida sea crucial en la formación de nuestra personalidad:
“Lo que el niño ve y oye está trazando profundas líneas en la tierna mente, que ninguna circunstancia posterior de la vida podrá borrar del todo. Entonces el intelecto está tomando forma y los afectos están recibiendo dirección y fortaleza. Los actos repetidos en cierto sentido se convierten en hábitos. Estos se pueden modificar mediante una severa educación, en la vida posterior, pero rara vez se cambian”.1
“Cada madre debería tener tiempo para otorgar a sus pequeñuelos esas menudas expresiones de cariño que son tan esenciales durante la infancia. Obrando así, la madre vincularía el corazón y la felicidad de sus hijos con su propio corazón. Ella es para ellos lo que es Dios para nosotros”.2
1. Elena G. de White, Conducción del niño, pp. 184, 185.
2. Elena G. de White, El hogar cristiano, p. 176.
El autor fue editor de Casa Editoria Sudamericana y escritor de centenares de artículos. Escribe desde Calgary, Canadá.