Nací en un pequeño país de Sudamérica, cuando en la España católica, y en algunos países latino-americanos, se perseguía y se mataba a los protestantes; y en los Estados Unidos de América, protestante, se hacía lo mismo, pero con los afrodescendientes. No, no nací hace tres siglos, sino una década después de la Segunda Guerra Mundial. En esos años, el puerto de mi ciudad recibía miles de personas de todas partes del mundo que querían vivir en paz y en libertad. Todos eran bienvenidos, sin acepción de credos ni de razas.
Esa libertad se había empezado a cimentar en la reforma constitucional de 1918, que promulgó la tajante separación de la Iglesia y el Estado. La aparición en las Américas, hace más de dos siglos, de las repúblicas y del Estado moderno afianzado en la democracia liberal llegó para ponerle fin a las guerras religiosas que tanta sangre derramaron en este planeta.
Es muy interesante visualizar la contradicción humana: la religión, que debería garantizar la paz, por su mensaje de paz, fue la que encendió la hoguera de la persecución y la intolerancia en el mundo católico y protestante. Es interesante que un Estado secular sea el que tenga que garantizar la convivencia entre los religiosos y proteger el derecho de las minorías. Es evidente que el poder de la religión en la conciencia humana es de tal magnitud que requiere el límite del Estado para garantizar la libertad de los ciudadanos.
El poder de la religión ha forjado el espíritu de las Américas, con sus virtudes, pero también con sus vicios: ¿Quién ha promovido el “pobrismo” en la América católica y el “riquismo” en la América protestante? Ambas expresiones religiosas. Ni ser pobre es una virtud en sí misma, ni ser rico es un defecto, pero tampoco es una virtud. Para el creyente, la única virtud es mirar a Cristo, quien nos hace verdaderamente libres (ver S. Juan 8:36).
Hoy, los Estados Unidos están en un vórtice de vientos mezclados de racismo, nacionalismo y religión. Como creyentes, pidamos sabiduría a Dios en esta hora, para no dejarnos manipular por políticos que nos seducen con la pretensión de defender nuestros valores cristianos y nuestra fe. La fe no necesita defensa humana.
El autor es editor de la revista El Centinela®.