El mundo está profundamente dividido entre Oriente y Occidente. Y en cada uno de estos mundos hay subdivisiones. En Oriente, los musulmanes se dividen entre suníes y chiíes. En Occidente, la división se da entre liberales y conservadores. Y en ningún lugar esta división es más evidente que en los actuales Estados Unidos de América.
Jeffrey Goldberg, editor del Atlantic Monthly, escribió en el editorial de esa publicación de diciembre de 2019: “No creemos que las condiciones en los Estados Unidos de hoy se asemejen a las de la América de 1850 [la década anterior a la Guerra Civil]. Pero nos preocupa que los lazos que nos unen se deshilachen a una velocidad alarmante, nos estamos volviendo despectivos unos hacia otros, de un modo a la vez nefasto y posiblemente irreversible. No está garantizado que el experimento estadounidense, tal y como lo conocemos, sea eterno”.
Una de las revistas estadounidenses más antiguas y respetadas advierte que la división política en este país es tan grande que, a menos que las cosas cambien, podríamos estar al borde de una guerra civil. Tal vez lo más revelador es la línea en la que dice que “no está garantizado que el experimento estadounidense, tal y como lo conocemos, sea eterno”.
Considere el calor, la ira, la retórica de la política estadounidense desde y durante el último ciclo electoral. Uno no puede evitar preguntarse si el experimento estadounidense podrá sobrevivir a las próximas elecciones presidenciales de 2024, y mucho menos en los años por venir.
Y el tema no se limita a un solo lado del debate. No importa si alguien es demócrata, republicano, independiente, liberal, conservador, moderado, activista por la justicia social, miembro vitalicio de la Asociación Nacional del Rifle, o cualquier otra cosa entre medio. Todos somos parte de esta división, y todos estamos tomando partido.
Todos los estadounidenses han compartido, de alguna manera, los frutos del experimento norteamericano. A causa de que ha existido durante tanto tiempo, cerca de 244 años si contamos desde la Declaración de Independencia, tendemos a darlo por sentado. No deberíamos. Nuestra república es tan estable y segura como lo es nuestro consenso nacional, y eso se está volviendo inestable. ¿Qué le está pasando a nuestro mundo? ¿Qué le está pasando a este país? ¿Y qué se puede hacer, si es posible hacer algo, en el futuro inmediato para devolver algo de cordura a nuestra vida política?
La Constitución
Una historia, quizás apócrifa, pero poderosamente instructiva, dice que después de la Convención Constitucional de Filadelfia en 1787, una dama se acercó a Benjamín Franklin, quien fue delegado en la convención. Ella le preguntó: “Bueno, doctor, ¿qué tenemos, una república o una monarquía?”.
“Una república —respondió Franklin—, si podemos mantenerla”.
¡Si podemos mantenerla! Es más fácil decirlo que hacerlo. Franklin era consciente, incluso entonces, de los peligros a los que se enfrentaba este país y su gobierno recién formado. Sí, casi desde el principio esta nación se enfrentó a fuerzas externas e internas, sobre todo internas, que amenazaban con destruir la república. La mayoría de los estadounidenses damos por sentados nuestros derechos y libertades, sin darnos cuenta de lo rápido y fácil que pueden ser pisoteados.
Aunque la mayoría de los estadounidenses de hoy tienden a reverenciar la Constitución, su aceptación no fue una conclusión definitiva. Muchos poderes, y con algunas buenas razones, la rechazaron desde el principio y procuraron evitar que fuera ratificada. De hecho, Rhode Island nunca envió una delegación a la Convención. La peor parte fue la aceptación tácita de la esclavitud por parte de la Constitución. Ni siquiera se usa el término esclavitud en la Carta Magna; en su lugar se refería a “la migración o la importación de las personas que cualquiera de los estados existentes considere apropiado admitir”. ¡Era este un eufemismo para referirse a la trata de esclavos! Pero se incluyó para mantener a las colonias del sur a bordo durante la Convención Constitucional.
Además, a causa de que la Constitución no tenía una carta de derechos, los bautistas de Virginia, que habían sufrido durante mucho tiempo a manos de la iglesia anglicana establecida, amenazaron con no ratificarla. Sin el apoyo de Virginia, la ratificación seguramente habría fracasado. James Madison no creía que fuera necesaria una carta de derechos. Aun así, a causa de que los bautistas lo amenazaron con no apoyarlo, y apoyar a James Monroe para el Congreso, Madison aceptó incluir esa carta. Por lo tanto, nuestra muy reverenciada Declaración de Derechos, que consagra tantas de nuestras apreciadas libertades, fue el resultado de una dura lucha política de grupos de presión con intereses particulares. ¡Es espantoso pensar dónde estaríamos hoy si las cosas hubieran salido de otra manera!
Los primeros desafíos
Después de un proceso de ratificación a menudo virulento, la nueva república seguía siendo frágil. La feroz lucha política entre dos fuerzas opuestas, los federalistas y los republicanos, casi rivalizaba con lo que vemos hoy en día entre los partidos políticos. Ni siquiera el muy reverenciado George Washington, en su segundo mandato, se libró de la amarga calumnia política que caracterizó a la época.
Ya en 1798, las Leyes de Extranjería y Sedición amenazaron con desgarrar la joven nación. Estas leyes otorgaron nuevos poderes para deportar a los extranjeros y dificultaron el voto de los nuevos inmigrantes. Luego llegó la crisis de anulación en 1832. Carolina del Sur, al no gustarle una ley federal de aranceles, convocó una convención estatal especial para anular la ley y dejarla sin efecto en su Estado. La crisis terminó solo cuando el Congreso de los Estados Unidos aprobó un proyecto de ley que autorizaba al presidente Andrew Jackson a usar el ejército para obligar a Carolina del Sur a cumplirla.
Por supuesto, todo esto fue solo un preámbulo de la mayor amenaza a la que se habrían de enfrentar los Estados Unidos de América: la Guerra Civil de 1861 a 1865, que dejó, antes de que finalizara la conflagración, más mortífera de la historia estadounidense: ¡unos 620,000 soldados muertos!
Desde entonces, a pesar de las guerras, la depresión económica, las recesiones, las protestas, los disturbios civiles, los asesinatos y los procesos de destitución, esta nación y su forma republicana de gobierno han logrado mantener la unidad. Incluso durante Watergate (1972-1974), cuando el hombre más poderoso de la nación fue destituido de su cargo, Estados Unidos apenas pestañeó. Richard Nixon dejó el cargo en un helicóptero, Gerald Ford prestó juramento y la nación siguió adelante.
¿Y el futuro?
¿Cómo se mantuvieron unidos los estados?
Tal vez la respuesta más amplia podría ser que, excepto por la Guerra Civil, compartimos ciertos valores comunes respecto a lo que significa ser estadounidense que, a pesar de nuestras diferencias, tenemos en común. Todos estos factores han ayudado a esta nación a perdurar y prosperar, a pesar de los desafíos.
¿Y qué hay de ahora en más? El antagonismo, la retórica, la división, como si ya no fueran lo suficientemente malas, seguramente aumentarán. De alguna manera todos debemos aprender a mantener nuestros puntos de vista políticos con firmeza, incluso a luchar por ellos, pero sin odiar a nuestros conciudadanos que no comparten la misma forma de pensar. Esto no significa que debamos aceptar opiniones opuestas. Significa que tenemos que respetar a los que las sostienen. Tenemos que defender lo que creemos y al mismo tiempo ser cuidadosos en la defensa y promoción de nuestros puntos de vista, para no degenerar en falta de respeto y odio.
Hoy necesitamos aplicar dos principios bíblicos en nuestras propias relaciones con los que no están de acuerdo con nosotros. El primero es: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (S. Mateo 5:44). Y el segundo: “A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (vers. 39).
Debemos recordar, también, que “no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).
El apóstol Pablo subraya con razón el hecho de que, entre bastidores, en nuestro mundo y en nuestra nación está ocurriendo un conflicto espiritual. Solo por la bondad y el amor abnegado podemos estar seguros de que estamos en el lado correcto del conflicto, cualquiera sea nuestra tendencia política.
El editorial de Atlantic Monthly dice que “no está garantizado que el experimento estadounidense, tal y como lo conocemos, sea eterno”. ¡Es cierto! Lo que es eterno solo vendrá cuando el Dios del cielo establezca “un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre” (Daniel 2:44). El reino de Dios, ningún otro, y ciertamente ninguno de los que construye el hombre, permanecerá para siempre. Hasta entonces todos debemos, por fe, ser parte de la solución a nuestras divisiones políticas, no parte del problema.
El autor es escritor y editor de lecciones bíblicas y fue editor de Liberty Magazine®, revista de libertad religiosa de alcance mundial. Escribe desde Silver Spring, Maryland. Este artículo fue traducido y adaptado de un artículo en Signs of the Times®, tomo 147, número 10, de octubre, 2020.