En este comienzo de año, bien haríamos en reflexionar en estas sabias palabras de Juan el Bautista, que registra el Evangelio de Juan: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo” (S. Juan 3:27). Cuando hacemos largas listas de resoluciones para el año que se inicia, es fundamental recordar que, en realidad, “no podemos nada” como seres humanos. Este reconocimiento es el primer paso de humildad en el largo camino que nos espera.
Ahora bien, cuando decimos que no podemos hacer absolutamente nada, ¿a qué nos referimos exactamente? Evidentemente, podemos tomar decisiones y actuar de ciertas maneras, tanto en acciones loables como en actos reprobables. Tenemos la libertad de decidir nuestro rumbo, nuestras profesiones, si casarnos o no, trabajar o incluso cometer actos delictivos. Sin embargo, nuestra incapacidad reside en tres aspectos fundamentales:
Primero, tenemos que saber que no controlamos nuestro origen. No elegimos cuándo, dónde, cómo ni por qué nacer. Nos encontramos en este mundo, a menudo sin saber siquiera si fuimos deseados por nuestros padres. No somos el comienzo de nuestra propia historia.
En segundo lugar, enfrentamos nuestra ineludible mortalidad. A pesar de nuestra riqueza o poder, no podemos eludir la muerte. Por lo tanto, no tenemos control sobre nuestro inicio ni sobre nuestro final en este mundo.
Por último, no controlamos completamente el curso de nuestras vidas. Como señala la Biblia: “El hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos” (Jeremías 10:23). Aunque planifiquemos y tomemos decisiones, hay un sinfín de variables impredecibles que pueden alterar nuestro curso. Lo que vemos como una decisión correcta en un momento puede revelarse con el tiempo como errónea, y viceversa.
Recordar nuestras incapacidades nos resalta la importancia de la humildad, la fe y la entrega en nuestra relación con Dios. Es un llamado a reconocer nuestras limitaciones y a confiar en la guía divina, evitando la trampa de la presunción y el orgullo.
Encomendemos nuestra vida a Dios, para que la larga lista de resoluciones tenga un sentido, no solo para mantener las resoluciones con el paso de los meses, sino, fundamentalmente, para saber que aun lo “malo” que nos ocurra es para nuestro bien (ver Romanos 8:28).
El autor es editor de la revista El Centinela.