¿Te imaginas lo que habrán sentido los dos discípulos que caminaron junto al Cristo resucitado por aquel camino bordeado de flores, rumbo a Emaús?
Te preguntarás qué me hace pensar en un camino flanqueado de flores primaverales. Pues bien, se llama topónimos a los nombres propios que se le atribuyen a un cierto lugar, región o país, que pudiesen originarse de características físicas o materiales del propio espacio o lugar. El topónimo Emaús, en este caso, derivado del hebreo, significa “primavera cálida”, o lo que yo llamaría, “primavera agradable”.
Recientes excavaciones, además, relacionan a Emaús con Quiriat-Jearim, lugar también conocido en hebreo como “ciudad del bosque”. Todo ello es indicativo de una abundante naturaleza y evoca imágenes de árboles de olivo y almendros en flor flanqueando caminos y colinas pintadas de verde vivo en las afueras de Jerusalén, mientras Cleofas y su compañero se dirigen a su aldea aquel domingo de resurrección.
Las Escrituras no revelan el nombre del compañero de Cleofas, pero guiándonos por las costumbres de los tiempos de Jesús, y por la poca importancia que se le atribuía a la mujer, podemos deducir que el misterioso compañero de Cleofas era probablemente su esposa. Otro dato revelador es que ambos compartían la misma casa.
Decido entonces caminar en las sandalias de la mujer de Cleofas, y me veo junto a mi esposo recorriendo aquel camino florido, preguntándome cómo pudimos habernos equivocado tan amargamente. Durante tres años alentamos la esperanza de que nuestro Maestro habría de redimir a Israel, pero este no descendió de la cruz ni demostró que era Rey de las naciones. Nuestros sueños fueron trocados en cenizas, como el residuo del fuego que arde en la hoguera en una noche fría.
Tan ofuscados en su derrota caminaban estos discípulos de Jesús, que no advirtieron quién se les había unido en el camino. No vieron su rostro nimbado por un tenue halo de gloria, ni notaron en sus manos las huellas de los clavos que las horadaron. Mediante la explicación de las profecías mesiánicas, Jesús intenta descorrer el velo que lo oculta de ellos, pero no entienden, no ven, ni escuchan. Están amargamente chasqueados. Su fe no puede traspasar las sombras que el enemigo de Dios ha arrojado sobre su horizonte.
En su humilde pero acogedora casa de Emaús, el pan fresco es símbolo de comodidad. Del viejo armario donde se guardan los alimentos, la mujer de Cleofas extrae una hogaza de pan, y mientras su esposo y el extraño del camino se sientan a la mesa, ella comienza a preparar el aliño para el pan: aceite de oliva con orégano, ajo y queso. Una pizca de albahaca seca o fresca siempre pondrá el toque final perfecto.
Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte y, al extender el brazo para compartirlo, finalmente se descorre el velo que había ocultado su verdadera identidad. Cleofas y su mujer reconocen de repente al Hombre con quien han estado compartiendo tiempo, casa y alimentos. ¡Su Maestro vive! La tumba no pudo retenerlo. En un repentino arrebato se levantan para abrazarlo.
Demasiado tarde han reconocido el precioso regalo que el Cielo quiso prodigarles, pues las Escrituras nos dicen que al momento que estos discípulos lo reconocen, Jesús desaparece de su vista.
¡Imagina el descontento y la terrible culpabilidad que habrán sentido consigo mismos Cleofas y su mujer! ¡Imagina su asombro y reproche ante la torpeza de no haber reconocido a quien hablaba con ellos por el camino! ¡Cómo habrían querido entonces echar atrás el tiempo y cambiarlo todo! Cómo habrían querido haberse fijado más en los detalles y menos en sus preocupaciones mundanas. Tal vez entonces habrían reconocido al Hijo de Dios entre ellos.
Cleofas y su mujer tienen que comunicar a los discípulos lo ocurrido, y parten de inmediato hacia Jerusalén. El evangelio dice que “mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros” (S. Lucas 24:36).
De haber perdido para siempre la gloriosa eventualidad de volver a encontrarse físicamente con su amigo Jesús, Cleofas y su mujer hubiesen tenido que vivir toda la vida cargando con el desconsuelo. Gracias a Dios, una de las facetas más admirables del carácter divino de Cristo es su asombrosa paciencia hacia nosotros. La Biblia está llena de individuos como Cleofas y su mujer, y como tú y como yo, a quienes en algún momento se nos ha ofrecido una segunda, una tercera y muchas más oportunidades de reconocer la presencia del Salvador entre nosotros.
El Hijo de Dios desea revelarse hoy también a sus discípulos en el camino de su vida. Desea pasar tiempo con nosotros, visitarnos en nuestro hogar, animarnos, consolarnos y, de manera simbólica, compartir el alimento en nuestra mesa. Si le damos la oportunidad, él multiplicará nuestro pan y convertirá nuestra agua en vino puro, perdonará nuestros pecados, lavará nuestros pies, reavivará nuestras esperanzas, y abrirá nuevas posibilidades donde no las hay.
La autora es escritora y colaboradora de El Centinela. Escribe desde Boise, Idaho.