Durante mucho tiempo Carmen dejó de frecuentar su círculo de amistades. En ese lapso, nadie la visitó ni la llamó por teléfono, hasta que una tarde recibió la visita de Zenaida. Luego del saludo, se entabló esta conversación:
—¿Cómo te ha ido? Te extraóamos, Carmen. Te amamos —empezó Zenaida.
— ¿De veras? ¡No lo creo!
— ¡Sí, Carmen, nos haces falta! ¡Te amamos! —insistió Zenaida.
Carmen no lo podía creer. Al salir de su estupor, la miró fijamente, y le dijo:
—¿Sabías que el amor que no se expresa en acciones no es amor? Zenaida, puedes decirme hasta el cansancio que ustedes me aman, pero los hechos hablan mucho más fuerte que las palabras, y los hechos de ustedes demuestran todo lo contrario de lo que dices.
Zenaida quedó sin argumentos. No pudo insistir más en su intento por aliviar el lastimado corazón de su joven amiga.
El amor y la amistad han arrancado los más sublimes pensamientos del alma de poetas y escritores, pero, ¿acaso puede el ser humano, sin la intervención de Dios, comprender el verdadero y profundo significado del amor? ¡Jamás! La mente y el lenguaje humanos son incapaces de comprender y definir este concepto. Para definir el amor fue necesaria la revelación divina: “Dios es amor” (1 Juan 4:8).
El amor personificado
El amor descendió a la tierra para darse a conocer. El Hijo de Dios tomó la naturaleza humana y encarnó el amor. Cuando, alcanzado por la gracia divina, el ser humano contempla a Cristo en la cruz, reconoce que “Dios es amor”. ¡Entiende que Dios lo ama! Entonces, en el corazón que por fe acepta el sacrificio de Cristo en su favor se enciende una chispa de amor que genera arrepentimiento. Mientras más se contempla a Cristo crucificado, más se llena de amor por Cristo el corazón del pecador. Entonces, por medio del Espíritu Santo, Cristo mismo habita en el ser humano y lo fortalece. San Pablo escribió: “A fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer al amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:17-19).
Evidencias de la acción del Espíritu Santo
La primera evidencia de que el Espíritu de Dios ha tocado el corazón es el arrepentimiento genuino; tras ello sigue un cambio en la vida del creyente. El amor a Cristo, quien murió para salvarnos, se manifiesta en cada aspecto de la vida. Porque el amor es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22), el creyente se viste de amor (Colosenses 3:14). Desde entonces “anda en amor” (Efesios 5:2), y “permanece en amor” (1 Juan 4:16).
Solo llevaremos fruto de santidad si estamos unidos a Jesús, la vid verdadera (S. Juan 15:1-5). Cristo nos compartió la clave para que permanezcamos en él. Dijo que esa unión ininterrumpida se logra por medio del estudio de su Palabra: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (S. Juan 15:7). Esa es también la clave de la aceptación y la respuesta a nuestra oraciones, siempre que sean estas conforme a la voluntad de Dios y para su gloria.
Es imprescindible pedir cada día la plenitud del Espíritu Santo, para asegurarnos de que Cristo viva en nosotros y actúe por medio de nosotros.
Efectos del amor
El amor de Cristo en el corazón del creyente es óleo que no puede permanecer oculto. Su fragancia se da a conocer y perfuma el entorno. Ningún área de la vida queda fuera del alcance de su influencia. Con el amor vienen el gozo, la paz y la esperanza. Cada gracia del Espíritu enriquece la vida.
El amor que el Espíritu nos infunde nos lleva a la obediencia voluntaria (S. Juan 14:15). Los mandamientos de Dios se resumen en una palabra: amar (S. Lucas 10:27). Este amor a Dios y al prójimo permea toda nuestra manera de vivir. Tal amor no conoce barreras. El amor de Dios une a los creyentes en un solo pensamiento y en un mismo propósito: exaltar a Cristo. Porque el amor es la “tarjeta de identificación oficial” que comprueba que el creyente es discípulo de Cristo; pues él dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuvieres amor los unos con los otros” (S. Juan 13:35).
La base de la vida misma depende del amor de Dios por sus criaturas. La esperanza del creyente está basada en el amor de Cristo, quien prometió venir por su pueblo. Al concedernos el amor, el propósito de Dios es permitir que la vida de Cristo, por medio del Espíritu Santo, produzca en nosotros la vida y las obras de Cristo, que sus pensamientos lleguen a ser los nuestros, que sus deseos, sus anhelos y propósitos, sean los nuestros; así, nuestras acciones, palabras y estilo de vida serán un reflejo del carácter de Cristo.
Tener el carácter de Cristo es tener el fruto del Espíritu Santo. “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gálatas 5:22). Tú también puedes tener ese fruto. No hay mayor don que el amor. De este fruto principal del Espíritu se desprenden las gracias que adornan el carácter de los genuinos seguidores de Cristo.
Por eso es bueno que uno se pregunte: ¿Muestra mi vida los credenciales de su reino? ¿Despliego el esplendoroso fruto del Espíritu? Este día, sorprende a alguien con un toque del fruto del Espíritu. Deja que el amor de Dios fluya a través de ti hacia quienes se relacionan contigo.
¿Permitirás que Dios siembre la semilla del Espíritu en tu corazón? El desafío del amor no está en decir frases encantadoras, sino en tener el fruto del Espíritu que evidencie nuestra permanente relación con Cristo. ¿Aceptas el reto?
La autora es escritora, compositora, cantante y oradora cristiana. Escribe desde Worcester, Massachussets.