Acabo de leer un libro fascinante. Se titula Opción B: Cómo enfrentar la adversidad, desarrollar adaptabilidad y redescubrir el gozo por la vida. Confrontada con la súbita y trágica pérdida de su esposo, la autora del libro relata el largo y desacostumbrado recorrido que ella tomó, que le permitió emerger airosa y aun gozosa del abismo de la adversidad.
La opción inusual, “la opción b”, consiste en resistir la tentación de aceptar, tras la tragedia, un futuro disminuido, e insistir, en cambio, en horizontes esperanzados y rebosantes de alegría.
“Alegría y amor son las alas de las grandes empresas”,1 decía Goethe, y tenía razón. Uno puede tener talento, inteligencia, fuerza, riquezas, pero si carece de amor y de gozo, difícil-mente concretará lo que emprenda. Sin amor ni gozo la vida es sombría. Es triste que muchos vivan de ese modo. Les gustaría liberarse, pero sienten que no pueden.
¿Cómo estar contento cuando se ha perdido a un ser amado? ¿O cuando uno es mal entendido o maltratado? ¿Y si está enfermo, o es inválido, o si sufre una crisis? ¿Puede uno estar gozoso en circunstancias adversas?
Selma Lagerlof decía que “la alegría es pena disimulada. Sobre la tierra no hay más que dolores”.2 Sin embargo, quien lee las Sagradas Escrituras se sorprende ante la insistencia con que Dios recomienda y aun ordena estar “siempre gozosos” (1 Tesalonicenses 5:16). El apóstol Santiago insta a los cristianos a “tener por sumo gozo” el pasar por dificultades por causa del evangelio, porque —explica él— “la prueba de vuestra fe produce paciencia” (Santiago 1:2, 3); y según San Pablo, “por la fe y la paciencia” se “heredan las promesas” (Hebreos 6:12). El hecho de que Dios nos ordene regocijarnos implica que podemos lograrlo; pero como si lo razonable de la orden no fuera suficiente para convencernos, Dios añade a su mandato una promesa.
Con la voz de su experiencia el apóstol Pablo declaró: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. . . En todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:11-13).
Javier Abad Gómez sugería “ante el mal genio habitual de nuestra gente, hacer derroche de buen humor, aun-que cueste; para el ceño adusto y duro de tanto vecino triste, hacer de la sonrisa amable el estilo habitual del rostro nuestro; ante el pesimismo de tantos que arrastran una vida difícil, mostrarnos sinceramente optimistas al ayudarles a emprender la lucha cada día”.3
Dice una leyenda que a cierto monje amargado se le apareció un ángel con un espejo y le dijo: “Este espejo es como el mundo, que nos devuelve la imagen que le ofrecemos. Sonríe, y el mundo te sonreirá”. El consejo era y aún es oportuno.
Muchos creen que para ser respetables y respetados deben andar siempre graves y serios. Pero la Escritura exhorta a practicar el gozo y la alegría. Elena G. de White observó: “El Señor desea que todos sus hijos sean felices, llenos de paz y obedientes”.4
El buen humor alivia y aun elimina las tensiones, y así facilita la digestión, suaviza los rasgos faciales, y aligera y da flexibilidad al cuerpo. De ahí que la Escritura señale que “el corazón alegre constituye un buen remedio”, y aun “hermosea el rostro; mas por el dolor del corazón el espíritu se abate”, y “el espíritu triste seca los huesos” (Proverbios 15:13; 17:22).
Por encima de la risa y la alegría breve, está la verdadera felicidad, la confiada serenidad de espíritu que sabe ver siempre el lado bueno de las cosas; y este no depende de nuestros sentimientos. Es el resultado de creer que nada puede ocurrirnos que no podamos afrontar o resolver con la ayuda de Dios. Es, pues, vivir cada día con gratitud y alegría, aceptando la admonición divina: “No os entristezcáis, porque el gozo de Jehová es vuestra fuerza” (Nehemías 8:10).
Atacado por la parálisis al año de nacer, Rafael César Díaz era ahora un joven entusiasta y dinámico, dueño de un proyecto que parecía irreal: recorrer toda España. . . en su silla de ruedas. Pero lo hizo. Con sus manos fuertes y ágiles movió su carrito de inválido y echó a correr sus sueños, conquistando las rutas de tierra y de asfalto, y también los corazones humanos. La suya fue una aventura de fe que no fue defraudada.
Mucho debiéramos aprender de él. A veces un proyecto frustrado, o el hecho de sabernos impotentes frente a alguno de los desafíos de la vida, da entrada al temible virus del desánimo, cuyo ataque puede aun paralizar el entusiasmo de vivir, al crear una invalidez peor que la física.
No hay razón para que vivamos lamentándonos por las cargas de la vida. Si como el apóstol San Pablo o el joven ciclista, permitimos que Dios nos instruya y nos fortalezca, nada ni nadie impedirá nuestra alegría. Desde el corazón a los labios sonrientes la fe brotará triunfante, y entonces diremos: “¡Todo lo puedo en Cristo que me fortalece!” (Filipenses 4:13).
El autor fue director y orador de La Voz de la Esperanza desde 1998 hasta 2012.