Qué viene a tu mente cuando escuchas la expresión “familias de fe”? Quizá tengas la idea de una familia funcional, religiosa. Perfecta, sin ángulos ni estridencias.
Con maestría literaria, el autor de Anna Karenina, León Tolstoi, escribió antes del prefacio un pensamiento que anuncia y resume su obra: “Todas las familias felices se parecen, las infelices lo son cada una a su manera”.
Las así llamadas “familias felices” son una abstracción, o, si mejor lo quieres, una ilusión. Porque lo que nos convierte en seres humanos únicos, reales, no es la felicidad sino lo contrario. Nadie aprende del placer y en la bonanza, sino del dolor y en la adversidad. Es precisamente la infelicidad de este mundo lo que agudiza en nosotros el espíritu, desarrolla la sabiduría, nutre la humildad.
Esto no es una negación del derecho a “perseguir la felicidad”, como reza la Constitución de los Estados Unidos. Solo estoy diciendo que somos imperfectos, y que la cuestión no es evitar la infelicidad sino aprender a convertirla en esperanza. Este es el don de la fe. De esto se trata la expresión “familias de fe”.
En mi servicio pastoral, me toca lidiar con matrimonios desechos, con hijos que odian a sus padres, con padres confundidos. Pero cuando pienso en “familias de fe” pienso en personas comunes que convirtieron lo imposible en posible (ver S. Mateo 19:26). Estoy pensando en vidas rotas (ver p. 40), como la de Jefté, hijo de una prostituta y un adúltero, o la de Rahab, la ramera, integrantes de la galería de los campeones de la fe (ver Hebreos 11), porque aprendieron de la infelicidad.
Es nuestro deseo que en las páginas de esta revista encuentres una idea, una experiencia que te ayude a edificar tu Casa de fe.
El autor es el director de la revista El Centinela.