“Zoquete, burro, tilingo” fueron algunos de los primeros adjetivos calificativos que aprendí en mis tiernos años de la infancia. No era mi maestra. Era la maestra de mi hermano mayor, la de quinto grado, la que “enriquecía” nuestro, entonces, pequeño diccionario. Cada tarde mi hermano llegaba a casa con alguna pregunta gramatical:
—¿Qué significa soquete y tilingo, mamá?
—¿Dónde las escuchaste?
— Es que la maestra me dijo “soquete, burro y tilingo”, porque no sabía la lección.
Mi madre ardía de impotencia.
Se trataba simplemente de una de las tantas expresiones de violencia en nuestra cultura hispana, porque nos alimentamos de dichos como “la letra con sangre entra”. Creemos que tenemos que sufrir para aprender. Y no advertimos el abuso detrás de las palabras. Desde el hogar las usamos como armas, como cuchillos filosos, para defendernos. Ponemos motes y apodos (chueco, rengo, tuerto, manco) para referirnos incluso a nuestros amigos. Porque nos encanta acentuar los defectos físicos o las debilidades ajenas. “Ninguneamos” (neologismo hispano), para convertir al otro en nada. Probamos la paciencia de nuestros seres más cercanos mediante ironías hirientes. Nos reímos del dolor ajeno. El miedo es el arma de los docentes, de los líderes políticos y particularmente de los religiosos. Y así, el maestro abusa del alumno, el padre del hijo, el hombre de la mujer, y el político de su pueblo. Nadie es inocente. ¡Cuántas veces yo mismo herí a mis hijas con mis ironías!
En 1897, Andrew Carnegie, dueño de la Carnegie Steel Company, nombró presidente de su compañía a Charles M. Schwab. ¿Qué vio Carnegie en Schwab? Charles era joven y sin experiencia. Tampoco era un genio. Solo vio una cualidad importante. Schwab lo dijo así en su entrevista de trabajo: “Considero que la capacidad de despertar el entusiasmo de mi gente es el mayor activo que poseo. La forma de desarrollar lo mejor que hay en una persona es la de expresar aprecio y aliento. No he hallado a un hombre, por elevado que sea su puesto, que no haya hecho un mejor trabajo y realizado un mayor esfuerzo bajo un espíritu de aprobación que bajo un espíritu de crítica” (p. 22).
Dice Mónica Díaz: “Dios no fuerza las conciencias, no chantajea, nos da plena libertad, no manipula negando o tergiversando información, no quiere nuestra obediencia si no surge del convencimiento propio y del amor… El ser humano es extraordinariamente delicado, creado a semejanza de Dios, potencialmente dotado de gran sensibilidad para el entendimiento por medio del diálogo, y para reconocer el dolor y ayudar. Pero esta sensibilidad se pierde y se embrutece si no puede desarrollarse e ir creciendo a medida que se pule el carácter. Como todo lo que es sensible, el ser humano ha de ser tratado con sensibilidad” (p. 18).
En el mes que conmemoramos el Día Internacional de la Paz, reflexionemos en todas la formas de la violencia.
El autor es director de El Centinela.