Los cambios que han perjudicado a la familia durante las últimas décadas han dejado un extraordinario saldo de víctimas, especialmente entre los niños y jóvenes.
Un estudio de 1988 reveló que más del 80 por ciento de los adolescentes en hospitales psiquiátricos proviene de hogares deshechos.1 Aproximadamente tres de cada cuatro suicidios ocurren dentro de hogares donde uno de los padres se ha ausentado.2 Un estudio de los habitantes de la isla de Kauai encontró que cinco de cada seis delincuentes provienen de familias donde falta uno de los padres.3 Incluso se ha comprobado que los niños que reciben atención positiva de ambos padres tienen mejores calificaciones en pruebas de lenguaje y matemática que los que viven en hogares con un solo progenitor.4 Otro dato importante es que los padres que asisten a servicios religiosos se involucran más en la vida familiar y contribuyen positivamente al bienestar de sus hijos.5
Es obvio que la familia tradicional de padre y madre en el hogar es mejor. Los niños, primeramente, y la sociedad, después, son los más beneficiados. En ese sentido, los tiempos pasados pudieron haber sido mejores.
No es que Dios no tenga en cuenta a los solitarios; todo lo contrario, pero el Señor inventó la familia y se relaciona con la humanidad muchas veces en términos de núcleos familiares. En el comienzo Dios creó a Adán y le dio la función de clasificar la creación y darles nombres a los animales. Y el flamante taxónomo vio que todos los animales tenían pareja, menos él. Esta función le hizo sentir la necesidad de una compañera, de una “ayuda idónea”. Cuando Dios le proveyó una compañera en un acto de clonación divina, Adán ya conocía lo que era sentirse solo, el único en su clase, sin nadie ni nada que lo comprendiese plenamente, excepto el Creador. Allí, en el verdor de su lujuriante hogar, Adán y Eva formaron la primera pareja, y con la llegada del pequeño Caín, la primera familia.
Los primeros capítulos de Génesis comienzan con un árbol genealógico de hombres y familias; y cuando la tierra sucumbe a la violencia y la corrupción, Dios escoge a una familia, la de Noé, para preservar la raza humana. Luego separa a Abraham y a su mujer para formar un nuevo pueblo. Muchos están familiarizados con la antigua epopeya y sus protagonistas: Sara, Lot, Agar, Ismael, Isaac, Rebeca, Jacob, Raquel, Lea, Esaú.
Cuando Dios promulga su ley, la familia nuevamente ocupa un lugar de prominencia. En el segundo mandamiento, Dios habla de las consecuencias de nuestros actos sobre nuestros hijos y descendientes. En el cuarto mandamiento, Dios especifica que toda la familia debe reposar el sábado: “No hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo… ni tu extranjero que está dentro de tus puertas” (Éxodo 20:8-11). El quinto mandamiento nos pide que honremos a nuestros padres, el séptimo prohíbe el adulterio y el décimo nos invita a contentarnos con nuestra familia y circunstancias. De diez edictos, cinco aluden a la familia.
En realidad, no solo honrar a nuestros padres produce bendición, sino que la familia misma, su existencia y el apoyo que significa son una de las mayores bendiciones otorgadas por Dios a los seres humanos.
La familia es el lugar donde los seres humanos aprendemos el amor y la tolerancia. El énfasis en el individualismo y el materialismo ha atentado contra el ingrediente básico del amor verdadero: la dadivosidad. En la Biblia y en el plano humano, amar es dar. Según Fromm, el amor capacita al hombre a “superar su sentimiento de aislamiento... En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos”.6 El amor permite que podamos aceptarnos y unirnos a pesar de nuestras diferencias.
Por eso, el principio del amor debiera regir la vida familiar. Hemos de amar a nuestro cónyuge y a nuestros hijos. Honramos a nuestros padres, amándolos. El amor a nuestros seres queridos se manifiesta en el respeto, la consideración, la protección, el cuidado, el diálogo, etc. Este amor que va y viene entre padres e hijos produce personas con mayores recursos psicológicos y sociales, que están mejor preparadas para aceptar los profundos desafíos de la vida moderna. ¡Cuánto mejores serían los hogares si cada padre y madre dijera como Josué: “Yo y mi casa serviremos a Jehová”! (Josué 24:15).
El autor es el director de EL CENTINELA.