Ahora pues, Jehová Dios mío, tú me has puesto a mí tu siervo por rey en lugar de David mi padre; y yo soy joven, y no sé cómo entrar ni salir. 1 Reyes 3:7.
Cuando cumplí cuarenta años me deprimí. ¡Había llegado a la mitad de la vida! Bueno, eso creía. Pero la vida no tiene mitades ni cuartas partes. La vida es un corto viaje que el recuerdo divide en etapas. También la dividen los psicólogos para justificar las crisis del destete, de la adolescencia, de la mediana o de la tercera edad. Pero la vida es un fuego interior, una llama divina que se apaga con el tiempo, a causa del pecado, y que los creyentes creemos que brillará eternamente cuando Jesús, la Vida, vuelva a buscarnos. Por eso, “la juventud” no es una etapa de la vida sino un estado del espíritu.
Pues bien, a mis cuarenta años se me había agotado ese espíritu. Una psicóloga casi me convenció: “Usted se siente viejo, pero aún es joven”. Era verdad, a los cuarenta me sentía viejo, aunque era joven. Ahora, a los sesenta, me siento joven, aunque soy. . .
Decía Víctor Hugo que “los cuarenta son la edad madura de la juventud; y los cincuenta, la juventud de la edad madura”. Yo diría que la frontera se corrió veinte años.
En la Biblia, Salomón se sentía joven para ser rey de Israel. Sentirse demasiado joven ante una gran tarea es rasgo de sabiduría. Muchos jóvenes se sienten como viejos experimentados aunque no sea así. No todo se puede hacer con el impulso juvenil. De mis disparates de juventud lo que más recuerdo es que nos creíamos dueños de la verdad. Cuando logramos imponerla ya no éramos jóvenes, ni aquello era la verdad.
Por eso, escucha otra vez a Salomón: “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud” (Eclesiastés 12:1).
Dios es quien te da sabiduría para que no quemes como fuego pirotécnico tus años más intensos. Tu juventud tendrá sentido si la humildad te acompaña. Entonces podrás contar el cuento. Y tu vida será un buen relato.
Señor, dame la humildad de Salomón.