Según el Diccionario de la Real Academia Española, rencor significa “resentimiento pertinaz”. El resentimiento “se define como el amargo y enraizado recuerdo de una injuria particular, de la cual desea uno satisfacerse”. Según el psicólogo Kancyper, el término rencor proviene del latín, rancor: queja, querella, demanda, que deriva de la raíz latina, rancidus. El término rencoroso tienen la misma raíz de dos palabras muy significativas: rancio y rengo. Esta etimología describe metafóricamente dos características distintivas del resentimiento, la condición de algo viejo que se ha descompuesto, que está “en mal estado” —rancio— y el estancamiento o inmovilidad en que sucumbe el resentido y le impide avanzar: rengo (Resentimiento y Remordimiento, Buenos Aires: Paidós, 1991, p. 17).
Julio Sosa, un célebre cantor de tangos uruguayo de la década de 1960, canta con notable expresividad el drama de alguien que padece de rencor. Describe su estado rencoroso con lirismo patético: “Este odio maldito que llevo en las venas me amarga la vida como una condena; el mal que me han hecho es herida abierta, que inunda mi pecho de rabia y de hiel. La odia mis ojos porque la miraron; mis labios la odian porque la besaron. La odio con toda la fuerza de mi alma y es tan grande mi odio como fue mi amor”. Por momentos, su odio se intensifica y busca convertirse en venganza: “Dios quiera que un día la encuentre en la vida, llorando vencida su triste pasado, para echarle encima todo este desprecio, que ensucia mi pecho de amargo rencor”. Pero el protagonista tiene “una duda que me escarba el pecho” y en un arrebato de sinceridad, confiesa: “No repitas nunca lo que voy a decirte. Rencor, tengo miedo de que seas amor”. Entonces comprendemos que el gran conflicto interior de ese rencor es una lucha entre el amor y el odio, de sentir intensamente el odio de un amor frustrado.
A veces el rencor emerge del amor defraudado. Otras veces surge de la envidia, de la cobardía, de sentirse degradado o humillado, de la disconformidad con uno mismo y de muchas otras cosas. El hecho es que quien lo sufre está disgustado, terriblemente irritado, experimentando el gusto a hiel en la boca y reproduciendo constantemente en su mente el recuerdo punzante de la ofensa. En ese estado, muchas veces aparecen accesos de furia y venganza que pueden llevar a embestir al culpable con violencia ciega. Pero, por lo general, el rencor sume a su víctima en las tinieblas de su propia conciencia conflictiva y desgarrada. Allí se da vueltas y más vueltas a los disgustos, alimentando el odio en una complacencia morbosa, de nunca acabar. El rencor es un pantano de barro y estiércol, donde al intentar salir, más se hunde. Es una trampa urdida por las desgracias, donde todo se corrompe. Cuando la voluntad claudica y se deja caer en el abismo. Es el imperio de las sombras del alma, la tiranía del odio, el origen de los males más destructivos de la salud mental.
Las guerras de la humanidad han tenido en el rencor un protagonista decisivo y lamentable. Las guerras entre judíos y árabes provienen de rencores antiquísimos. Las guerras personales de cada ser humano tienen la misma fuente.
Cómo sanar
Pero el punto más importante es: ¿Cómo escapar a la trampa del resentimiento donde tantos son apresados? ¿Cómo hacer para superar el rencor y los deseos de venganza? ¿Cuál es la terapia para este poderoso veneno del alma? La respuesta es otra palabra que está en dirección contraria al rencor: el perdón. Cuando se puede perdonar auténticamente una ofensa y eventualmente lograr la reconciliación, se encuentra el remedio para el rencor. La receta es de fácil prescripción, pero de muy difícil aplicación.
Jorge Luis Borges ha dicho que el perdón ennoblece a la víctima y deja inalterable al perdonado. Porque el perdón nos libera interiormente de la tortura auto acusadora, del reproche, los deseos de venganza y revancha. Nos hace ceder en la sed de represalia. El perdón es lo que pone palabras al silencio que envuelve las espesuras pantanosas del alma; lo que ilumina el lado oscuro del corazón y nos libera de las ataduras dolorosas del pasado. El perdón puede llevar a la reconciliación con el otro, pero es más la reconciliación con uno mismo.
Es importante observar que la decisión de perdonar no elimina automáticamente los sentimientos de enojo. Las emociones no se derogan por decreto. El perdón es fundamentalmente una acción de la voluntad. Uno elige perdonar aunque el ánimo continúe enardecido. Los afectos necesitan tiempo para recomponerse, pero sostener la actitud perdonadora hará que la ira vaya cediendo hasta desaparecer, como se disuelve la niebla de los amaneceres con el calor del sol. Por eso, el apóstol Pablo exhortaba: “No se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Efesios 4:26). Así nos anima a impedir que el enfado se perpetúe en la amargura del resentimiento permanente.
Los creyentes estamos convencidos de que se necesita la ayuda de Dios para producir el milagro de ablandar el corazón endurecido por el rencor y alcanzar la sensación dichosa de la liberación. Especialmente, cuando comprendemos el perdón de Dios a nuestras vilezas, aprendemos más fácilmente a perdonar a los demás. La experiencia de recibir el perdón es la que habilita para concederlo. Recién entonces adquiere sentido aquellas palabras de la oración, que dicen: “Padre, perdónanos como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
El autor es editor asociado de El Centinela.