“No quiero tener hijos. Basta con mirar el hambre, el dolor, la miseria y la injusticia del mundo. Y todo esto rematado con la muerte”. Esto me dijo recientemente una chica que, recién casada, planifica pasar el resto de su vida sola con su marido. Y son legiones los jóvenes de esta generación que piensan de este modo.
Personalmente, yo ya quiero “abuelar”. Me considero preparado (¡qué extraño!, jamás me sentí preparado para ser padre) y a la espera de ser un buen abuelo. Pero mis hijas me piden que por ahora siga esperando.
Me pregunto si además de aquella visión pesimista de la realidad, no existe en muchos matrimonios de hoy la idea de que ser padres significa resolverles la vida por anticipado a sus hijos. De tal manera de que una vez que tengan solucionados los temas básicos de la existencia y estén “blindados” contra los conflictos del mundo, los hijos se dediquen a vivir y ser felices por el resto de sus días. ¿No es esta una carga muy pesada?
La humanidad se siente culpable. Hemos perdido el Paraíso y por lo menos queremos evitarles a nuestros hijos todo el dolor de aquella pérdida. Queremos protegerlos dentro de ese paraíso imaginario que construimos porque creemos que la vida así nos lo demanda. Cuando esto no ocurre, cuando no solo fracasamos en la tarea de darles todas las soluciones económicas sino que además les legamos un mundo cruel y complicado, nos sentimos culpables. Así, la culpa y el miedo son transferidos a la siguiente generación de matrimonios jóvenes que ya no quieren asumir la paternidad. Como contrapartida, muchos hijos nacen y crecen con mentalidad de acreedores ante padres que nunca logran pagar la deuda de la promesa de un mundo feliz. Y cuando lo reciben todo, los ahoga el aburrimiento, el hastío y la indiferencia ante la necesidad de hacer algo con su vida.
Pero hay otra veta de este asunto: Se trata de esa atmósfera tóxica que respiramos en esta sociedad consumista, el famoso triunfalismo que va de la mano del narcisismo. Como si todos los seres humanos hubiéramos sido llamados al éxito. Hoy se pregona esto. xito económico. xito profesional. xito espiritual. Perfección y buena apariencia. Esta demanda de ser exitosos y triunfadores justamente en el momento cuando la biología nos llama a ser padres, nos quita no solo la energía sino la alegría de vivir y de dar vida. Estamos tan preocupados por nuestra vida que no queremos que nadie venga a molestarnos.
En esta encrucijada de caminos, una vez más la Palabra de Dios viene en nuestra ayuda para darnos sabiduría. El consejo bíblico es: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra” (Génesis 1:28). Es un mensaje de esperanza, una apuesta al futuro.
Es obvio que los hijos merecen el amor de sus padres y el respeto a sus derechos básicos, pero también merecen padres que no sean culposos ni les transmitan miedo y ansiedad. La idea de que los hijos merecen la felicidad anticipada y garantizada es errónea. La idea de que el éxito debe coronar todas nuestras acciones nos lleva al narcisismo y al fracaso como personas. (Dios ama especialmente a los fracasados y no se avergüenza de ellos.)
Pero, ¿por qué la Biblia nos aconseja a multiplicarnos? “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (Génesis 2:15). Toda una metáfora de la vida. La vida no es un paraíso terminado; es una tarea inconclusa. Es bueno que nuestros hijos sepan que tienen por delante algo para hacer respecto del mundo. Y no porque fallaron sus padres, sino porque la ley de la vida marca que hay que seguir caminando, mejorando lo mejorable, sin apegarse totalmente al resultado, porque éste excede a nuestras mejores previsiones. Es más ético mirar la senda y no solo la meta.
Es bueno que nuestros hijos beban de la fuente de nuestra valentía. Que sepan que su tarea es la construcción de un mundo más humano y más bueno. Que hay que construir, no solo recibir. Esta es una obra que se hace de corazón, no como maldición sino como vocación. La función de los padres es entregar la antorcha de un camino iluminado, que es el horizonte presente de un porvenir a construir. Para eso debemos ofrecerles a nuestros hijos nuestros mejores recursos; no para evitarles las dificultades de la existencia, sino para que tengan la brújula que los guíe y la fuente de energía que les dé las ganas de seguir construyendo.
Es bueno que nuestros hijos conozcan por experiencia propia las limitaciones de la vida y aun sepan leer la muerte como parte de la existencia. Que vivan una vida en la que la finitud está incluida, no taponada por la ansiedad. Porque la finitud no es enemiga de la vida, sino su motor (Eclesiastés 9:10). El amor y la sexualidad son la respuesta a la muerte. En esta vida, sin la muerte no habría razón para reproducirse. El amor visto de este modo deja de ser sinónimo de ansiedad y temor para convertirse en esperanza. Es importante que nuestros hijos conozcan los límites de la vida; y esta enseñanza se adquiere en el hogar, pues el mensaje de la sociedad consumista les dice justamente lo contrario: no hay límite para satisfacer tu deseo. Esto genera un gran vacío.
Finalmente, es bueno que los hijos se sepan merecedores no de la felicidad sino de la confianza de sus padres para seguir el camino de la vida. Así como Dios confía en nosotros y nos alienta: “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas” (Josué 1:9).
El autor es director asociado de EL CENTINELA.