Este número está dedicado al pecado, un vocablo que tiene muy poca prensa en estos tiempos posmodernos. Al pecado hoy se lo llama deficiencia, distorsión, anomalía, imperfección, debilidad. Muchos son los nombres que disfrazan lo que la Biblia señala como el origen del mal en este mundo. Sin embargo, el pecado, que es tan viejo como la humanidad, sigue vivo, y parece tener un buen pronóstico de vida.
En su obra Los siete pecados capitales, el escritor español Fernando Savater asegura que el pecado es un comportamiento natural que, por exceso, deja de ser operativo. Por ejemplo, es lógico que uno quiera alimentarse, pero si se me da por comerme una vaquillona en la cena, es posible que me indigeste y no pueda trabajar durante una semana. Por eso la gula es mala, porque es un comportamiento exagerado. Finalmente termina bloqueando el deseo de comer.
Y el mismo escritor apunta al hecho de que vivimos inmersos en la industria de los deseos y apetitos. Nuestra sociedad de consumo estimula nuestro deseo de tener cosas. Aunque no las necesitemos. Así, el pecado del capital nos lleva a los pecados capitales: a la soberbia, la pereza, la lujuria, la avaricia, la gula, la ira y la envidia.
El escritor francés Albert Camus retrató en uno de sus cuentos a un mendigo que, mientras todos pasaban a su lado sin reparar en su desgracia, decía: “La gente no es mala; es que no ve”. La Palabra de Dios es un espejo que nos muestra la hondura y la tragedia de nuestro pecado. Sin ella, no podríamos tener idea de quiénes somos.
Para la Biblia, el pecado es más que un comportamiento natural, aunque pecar sea muy natural. Es realmente una tragedia. Es el origen del mal y de la muerte (ver Romanos 6:23). Por eso en este número nos ocupamos del pecado, pero desde la perspectiva esperanzadora que presenta siempre la Escritura Sagrada. Hay solución para el problema del pecado. Hay esperanza de libertad.