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José Espósito comienza su artículo con una historia que le arrancó lágrimas a mi corazón (pp. 18-20). ¿Cómo es posible tanto dolor en el corazón de una madre, que se culpa por la muerte de su hijo? ¿Cómo es posible que en un país productor de alimentos exista un solo niño con hambre? ¿Cómo es posible que la injusticia domine entre los hombres, y hayan tantos que tengan tan poco y tan pocos que tengan tanto? Estas y muchas otras preguntas fluyen al corazón y a la mente cuando vemos el dolor en el mundo.

¿No es acaso la desesperanza el sentimiento más lógico en un escenario de dolor? “Hay veces que la esperanza duerme en el fondo del alma, que cual Lázaro espera una voz que le diga: ‘¡Levántate y anda!’”, escribió Gustavo Adolfo Bécquer. Y San Pablo proclamaba a los deudos cristianos en forma de consuelo: “No os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza” (1 Tesalonicenses 4:13), enfatizando que el creyente está mejor capacitado para enfrentar el dolor y la muerte. El recurso que hace la diferencia es la esperanza.

¿Qué tiene de favorable y ventajosa la esperanza del creyente? La esperanza nos permite ver el cuadro completo, el bosque y no solo el árbol. Entre las sombras del presente y el mañana irradiado por la esperanza, se instala el “todavía no”, que caracteriza la espera del creyente. La esperanza cristiana abre las puertas del más allá, iluminando las tinieblas insondables del sufrimiento presente y de la muerte con la creencia en la resurrección y la existencia de una vida mejor.

Así, la esperanza es una “virtud” que tiene en Dios su autor y su fuente. Se fundamenta en la fe en Cristo (Colosenses 1:27; 1 Juan 3:3), quien es llamado “nuestra esperanza” (1 Timoteo 1:1). Se nutre en su gracia (ver p. 14). Se apoya en sus promesas, especialmente en el segundo advenimiento de Cristo (parusía), que es reconocida como “la esperanza bienaventurada” o feliz (Tito 2:13).

Cuando se pronuncia la palabra de la fe estallan todas las fronteras, se aniquilan todos los imposibles, no hay lágrima que nos ahogue, no hay tumba que detenga: “Sorbida es la muerte en victoria”, exclama Pablo, triunfante (1 Corintios 15:54). Es la fiesta y la alegría de la vida victoriosa, de la liberación del principal opresor del hombre: el sufrimiento y la muerte sin sentido. Porque lo que era imposible para el hombre, es posible para Dios: el hombre mortal, que “como la hierba son sus días… como la flor del campo” (Salmo 103:15), encuentra que gracias al retorno de Cristo, puede esperar la vida eterna.

¡Cuánto necesitó esta esperanza la dama del relato del licenciado José Espósito! ¡Cuánto necesitamos tú y yo esta bendita esperanza!

Vive la esperanza

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Julio 2014