Quizá no apreciamos plenamente el concepto de novedad que nos ha traído Jesús. Pensemos algunos momentos en la edad de las cosas. A veces la edad indica mayor valor. Las pinturas famosas y algunos muebles y artefactos históricos cobran valor según pasa el tiempo. Hay pinturas como la Mona Lisa de Da Vinci y los grandes clásicos cuyo valor es tan elevado que simplemente no se puede determinar a ciencia cierta. Hay otras cosas que, según su uso, valen más o menos en relación con su edad. Un caballo muy viejo vale menos, un anciano es de valor incalculable. Una casa vieja puede valer mucho o poco, según su condición. Un cónyuge que ha compartido con uno toda una vida vale tanto que no se puede calcular su valor.
Pero para todos los seres vivos, el paso del tiempo trae inevitablemente el descenso y el fin de la existencia. Sucede esto con las flores, los animales y los seres humanos. Y el problema va mucho más allá de las arrugas. Queremos vivir. Queremos otra oportunidad. Siempre.
Quizá la promesa que mejor responde a estos anhelos es el pasaje de Apocalipsis 21:1-5:
“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Apoc. 21:1-5).
Veamos dos aspectos de esta preciosa promesa.
Un mundo nuevo
Habrá una renovación total de nuestro mundo. Una superficie mucho mayor, porque ya no habrá mar. No sabemos si se parecerá nuevamente al Edén. Pero las condiciones de vida serán mucho mejores. Veamos algunas Escrituras.
Isaías escribió sobre el mundo nuevo: “Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa… Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo; porque aguas serán cavadas en el desierto, y torrentes en la soledad. El lugar seco se convertirá en estanque, y el sequedal en manaderos de aguas; en la morada de chacales, en su guarida, será lugar de cañas y juncos. Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad… No habrá allí león, ni fiera subirá por él, ni allí se hallará, para que caminen los redimidos. Y los redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sion con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas; y tendrán gozo y alegría, y huirán la tristeza y el gemido” (Isaías 35:1-10).
Nuestro viejo mundo, plagado por desastres naturales y los desechos de una humanidad descuidada, será transformado. Ya no habrá mar, el mayor símbolo de las separaciones. Ya no habrá templo. Ya no habrá enfermedades ni guerras. “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9).
Una nueva casa
Ésta no es la Jerusalén vieja, sino la nueva, la que no conoce nacionalidades ni restricciones. No es la histórica ciudad de Palestina, con su mezquita de Omán o su Muro de Lamentaciones. Ésta es la ciudad de la promesa, la de doce puertas de perla y muros de piedras preciosas. La de calles de oro. La que existe para ser habitada ahora por la iglesia, el pueblo de Dios de toda tribu, lengua y pueblo.
Esta es la morada prometida por Jesús cuando dijo: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (S. Juan 14:1-3).
Allí encontraremos nuestro hogar definitivo. Una casa debiera ser el lugar donde encontramos paz, donde somos lo que somos. Jesús te ofrece la verdadera casa de tus sueños; la que se siente tuya. Tu lugar. A veces no sentimos que tenemos lugar en este mundo. En efecto, Jesús dijo en su oración sacerdotal: “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (S. Juan 17:14). Los que somos inmigrantes a veces sentimos que no estamos completamente bien en ninguna parte. A veces no sabemos quiénes somos. Como cantara Joan Manuel Serrat, “No soy de aquí, ni soy de allá”. Pero de ahí, sí somos.
Hay una casa nueva para usted. Si su nombre está en el Libro de la Vida, ya es suya. No sé si hay llaves en el cielo, pero si hubiere llaves, ya hay una con su nombre. Una nueva casa en una nueva ciudad, en un mundo renovado. Jesús te invita a recibirla. ¿Aceptarás?