El sol agonizaba. Cuatro hombres, cansados, tristes, subían la cuesta. Apenas un rayo de luz iluminaba el sendero. Pronto los sobrecogería la oscuridad, y espesas nubes rodearían sus cuerpos en la cima de la montaóa.
A medida que avanzaba la noche, aumentaba la angustia en el corazón de Jesús. Estaba iniciando la senda que lo conduciría al sacrificio. Su ida al monte Tabor inauguraría la última etapa de su ministerio. Ya había dicho públicamente que moriría. Desde joven había aceptado la naturaleza vicaria de su muerte cruenta, y esta clase de muerte producía en él una agonía horrorosa que le parecía imposible de soportar.
El momento del gran sacrificio estaba a las puertas. Ahora necesitaba más que nunca la fuerza que provenía del Padre. ¡Necesitaba orar!
El rocío acompaóa el paso lento de las horas y va cubriendo como gracia divina al Hombre que enfrenta su muerte. Sus compaóeros de oración caen rendidos por el cansancio y Jesús queda solo, orando. En esa soledad carga con el peso de la tristeza de su muerte vicaria por la humanidad. Le pide al Padre una manifestación de su gloria (S. Lucas 9:28-36).
La plegaria es respondida. La transfiguración fue la respuesta a la oración de Jesús. Solo Lucas registra la relación entre la oración y la respuesta del Padre a la súplica de su Hijo (vers. 29).
La respuesta de Dios tuvo tres episodios: el cambio en la apariencia de Jesús (vers. 29), el diálogo del Maestro con Moisés y Elías (vers. 30, 31), y la voz que se escucha desde la nube con el consejo divino: “A él oíd” (vers. 35). Cada uno de estos episodios muestra el carácter de la oración: su poder para transformar, consolar y orientar la vida del creyente.
Así como brilló el rostro de Cristo cuando estalló la gloria oculta en su interior, la oración enciende el fuego del Espíritu en nuestro corazón y nos transforma de adentro hacia afuera. Así como Dios envió a Moisés y Elías para consolar a Cristo, Dios envía al Consolador, el Espíritu Santo, a nuestro lado en la hora más oscura.
El autor es director de El Centinela.