En junio celebramos el Día del Padre, pero también hemos de agradecer y honrar al Padre celestial, de quien procede todo lo bueno. El apóstol escribió: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces” (Santiago 1:17), y San Pablo declaró que Dios es el “Padre de todos” (Efesios 4:6).
Hay en el evangelio, un relato que ilustra la paternidad divina: la historia del padre que recibió a su hijo derrochador que regresó en bancarrota, lo vistió de gala y le organizó una fiesta.
Un padre tenía dos hijos, y un día, el menor le pidió su parte de la herencia. El padre le dio la tercera parte de sus bienes, porque al hijo mayor, el primogénito, le correspondían dos tercios. Pocos días después, el joven se fue a una provincia lejana, donde vivió perdidamente, hasta que se le acabó el dinero.
En esos días sobrevino una hambruna en la región, y el joven se arrimó a un hombre que lo puso a cuidar cerdos. Nunca sus manos pulcras habían tocado a tan inmundos animales, y ahora ansiaba comer con ellos, pero no se lo permitían. Entonces el joven volvió en sí, abandonó el chiquero y regresó a su casa a pedir el trabajo de un siervo, pues no se consideraba digno de ser llamado hijo de su padre. Cuando su padre lo vio venir, corrió a su encuentro, lo abrazó inclinado sobre su cuello y lo besó muchas veces. Mandó matar el becerro más gordo para que su hijo comiera de lo mejor de su ganado, y le organizó una fiesta (ver S. Lucas 15:11-32).
Así ilustró Jesús el amor de nuestro Padre celestial. La historia del hijo pródigo y el padre misericordioso enseña que la condición de hijo de Dios no se pierde, que el amor divino es invariable, que Dios no se avergüenza de nosotros, y que anhela abrazarnos y besarnos. En el Día del Padre, celebremos a tan misericordioso Padre, ofrendándole nuestro amor de hijos y rindiéndole adoración y obediencia.
El autor es redactor de El Centinela.