Alguna vez leí que las mujeres son los únicos seres capaces de pensar con el corazón, actuar por la emoción y vencer por el amor. Pensar con el corazón: He aquí el secreto del poder de una mujer. Bien decía Pascal, el filósofo francés, que el corazón tiene razones que la razón no entiende. No he visto a nadie en este planeta que haya disfrutado un destello de felicidad sin haber vivido una pasión. La razón nos preserva de los males de esta existencia, pero la pasión enciende la llama sagrada de la vida. Como el amor.
Mi madre era una mujer de pasión. Y entre sus pasiones había una muy singular, porque suele pertenecer al otro género, al masculino: el fútbol. Solía decirme con orgullo: “Mijito, yo te amamanté en las gradas de la tribuna Ámsterdam, en el estadio Centenario, viendo a la selección”. Claro, yo había nacido poco tiempo después de que Uruguay le ganara la final del mundial a Brasil en el mítico Maracaná, ante doscientas mil personas (un récord de presencia en un estadio hasta ahora no superado).
Nunca olvido aquella plomiza tarde de julio de 1970 cuando unas pocas palabras de mi madre iluminaron el día: “Vamos a ver el mundial de México”. Con esfuerzo de madre sola había comprado un televisor que transmitía en blanco y negro, pero ella vivió aquella jornada en los colores de su pasión. Entonces Uruguay llegó a las semifinales. Y mi madre fue feliz.
Es asombroso lo que puede convocar un campeonato mundial de fútbol. Millones de personas de todo el planeta estarán frente a un televisor en estos días de junio. Es que el fútbol es una pasión de multitudes (p. 10).
Sin embargo, toda pasión humana puede llegar a ser ciega y derivar en el exceso, la transgresión y aun la muerte. Como mujer que “vencía por el amor”, mi madre bien sabía que la pasión futbolera no era más que un divertimiento para ella, algo así como un pasatiempo. No es lo mismo para los hombres, que se matan por un partido de fútbol (p. 18).
Había una pasión en mi madre que le daba sentido a todas sus pasiones: el amor a Jesucristo. Ella sentía pasión por quien le había devuelto la vida y la esperanza cuando su esposo, nuestro padre, la abandonó. Tenía pasión por quien le daba fuerza cada día para criar a sus dos pequeños hijos varones. Sola. Pero acompañada. Esa pasión por Jesucristo fue una semilla sembrada en mi corazón de niño. Ya anciana, en su lecho de muerte me recordó: “Nunca abandones a Jesús”. Pasión de multitudes.