En este mes, cuando conmemoramos el Día de la Madre, viene a mi mente la oración que una mujer estéril elevó a Dios para que la convirtiera en madre. Vaya nuestro recuerdo a todas las madres del mundo, las que pudieron serlo, y las que no habiendo podido concretar la maternidad, amaron como una madre a algún semejante.
Haciendo referencia a Ana, esposa de un levita, la Biblia registra: “Ella con amargura de alma oró a Jehová, y lloró abundantemente” pidiendo un hijo (1 Samuel 1:10). Ana llora su tristeza en el templo, el lugar de Dios, y la oración la cobija bajo las alas del Omnipotente. Todo lo que le queda es Dios; y con él no está sola. Cuando balbucea su oración, el sacerdote supone que ha bebido: “¿Hasta cuándo estarás ebria?” (vers. 14). Cuando clama por un hijo, su esposo le dice: “¿No te soy yo mejor que diez hijos?” (vers. 8). Cuando solo quiere ser madre para entregar el fruto de su vientre a Dios, Penina, la segunda esposa de su marido, la humilla (vers. 6). Pero Dios la escucha (vers. 17).
Si te sientes sola e impotente, “ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (S. Mateo 6:6).
Ana carecía de hijos, pero no de fe, y oró. Dios la oyó y premió su fe, le dio un hijo, Samuel, cuyo nombre significa: “oído por Dios”.
Luego que Ana liberó su espíritu, se fue “por su camino, y comió, y no estuvo más triste... Y Jehová se acordó de ella” (vers. 18, 19).
La fe de Ana ilustra la paradoja de la aflicción: el momento más oscuro y penoso puede ser el más luminoso y aleccionador de la vida. Pablo dice: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10). No hay virtud en la debilidad, pero es la puerta hacia la fortaleza divina.
Solo tú sabes cuál es el anhelo más profundo de tu alma. Descansa en el Señor.