Cuando era niña, llegó a mis manos un poema que tenía por título: “Si llegas a ser madre”. En algunos de sus versos la autora se refiere a la maravillosa experiencia de ser madre, ver a un niño crecer y haber cumplido la misión en esta vida. Pero también menciona una realidad que toda madre quisiera rehuir.
Si llegas a ser madre, sabrás de la agonía
que el alma nos destroza viendo a un niño sufrir. . .
Si llegas a ser madre, conocerás la angustia
más terrible y amarga que amenaza el vivir
que mata la ventura y el alma pone mustia
pensando que tu hijo se pueda un día morir.
—Ana R. Jiménez Rojo
Estos versos me llevan a reflexionar en María, la madre de Jesús, a quien Simeón le profetizó el dolor más acerbo. “María esperaba el reinado del Mesías. . . pero no veía el bautismo de sufrimiento por cuyo medio debía ganarlo. Simeón reveló el hecho de que el Mesías no iba a encontrar una senda expedita por el mundo. En las palabras dirigidas a María: ‘Una espada traspasará tu misma alma’ (S. Lucas 2:35). Dios, en su misericordia, le dio a conocer a la madre de Jesús la angustia que por él ya había empezado a sufrir”.1
Como María, al ver a nuestros hermosos bebés, comenzamos a imaginar el glorioso futuro que les espera, pero pocas veces pensamos en cómo será el camino que deban andar. A muchas madres les toca acompañar a sus hijos por el valle de sombra, pero a otras les toca dejar a sus hijos en el valle de la muerte. Mi abuelita vivió 98 años, pero tuvo que sepultar a cuatro hijos.
Cuando Simeón abordó a María, ella y José venían de cumplir con una ceremonia oficial, la presentación del Niño a Dios. El sacerdote había levantado al niño delante del altar después de haber presentado un par de tórtolas, la ofrenda indicada para los pobres.
La madre como educadora
Tengo 21 años de casada y 18 de ser madre. Para ello me preparé leyendo libros sobre la crianza de los niños. A este tema le presté más atención que al del embarazo y el parto, pues mi bebé nacería con o sin mi ayuda; pero nadie me podría asistir en la crianza de mis hijas. Eso era tarea exclusivamente mía y de mi esposo, bajo la direción de Dios, por supuesto.
Algunos de mis libros de texto fueron Conducción del niño y El hogar cristiano, ambos de Elena G. de White, pero me abrumaba el saber lo que se esperaba de mí como madre cristiana: “La madre no tiene, a semejanza del artista, alguna hermosa figura que pintar en un lienzo, ni como el escultor, que cincelarla en mármol. Tampoco tiene, como el escritor, algún pensamiento noble que expresar en poderosas palabras, ni que manifestar, como el músico, algún hermoso sentimiento en melodías. Su tarea es desarrollar con la ayuda de Dios la imagen divina en un alma humana”.2
¡Dios mío! ¿Cómo iba yo a lograr semejante hazaña? Entregando mis hijas a Dios, o más bien, devolviéndolas al Creador. El miedo a lo desconocido se esfumó y avancé por fe, decidida a ser “la mamá más mala del mundo” (desde el punto de vista de los hijos, claro):
Obligaría a mis hijas a desayunar todos los días. Nada de golosinas para el almuerzo escolar, solo alimentos nutritivos.
Me aseguraría de saber dónde estarían mis hijas en todo momento, quiénes son sus amigos y las actividades a realizar fuera de casa con horarios fijos, sin límite de tolerancia.
Les asignaría tareas en casa y actividades extraescolares, como aprender algún instrumento (o dos, de ser posible) y aprender otro idioma.
Tendríamos un estudio de la Biblia todos los días; además, asistiríamos regularmente a la iglesia, y participarían de todas las actividades posibles.
Debo confesar que la adolescencia de mis hijas me tomó por sorpresa; llegó demasiado rápido, según mi apreciación. Por eso, he parafraseado la oración de Jesús a favor de sus discípulos de San Juan 17, adaptándola a mi realidad como madre:
La oración de la madre
“Querido Padre, a las hijas que me diste les he mostrado quién eres. Ellas eran tuyas, y tú me las diste, y han obedecido todo lo que ordenaste en tu Santa Palabra. Ahora saben que tú nos has dado todo lo que tenemos en este mundo, porque les he dado el mensaje que me diste a través de la Biblia, y ellas lo han aceptado. Saben que tú eres el único Dios verdadero y lo han creído.
Te ruego por mis hijas. Mientras vivan en este mundo te pido que las cuides y que uses tu gran poder para que se mantengan unidas a ti. Mientras he estado con ellas las he cuidado con diligencia bajo tu dirección, pero ahora seguirán su propio camino, y quiero que sean tan felices a tu lado como lo soy yo.
Padre mío, tú eres justo, tú eres amor. Te pido que cuando vengas en tu reino las lleves contigo. Por tu grande amor, ¡sálvalas, Señor! Amén.
1. Elena G. White, Hijas de Dios, Asociación Publicadora Interamericana, 2008, p. 47.
2. Elena G. de White, El hogar cristiano, Asociación Casa Editora Sudamericana, 2007, pp. 211, 212.
La autora colabora con frecuencia para El Centinela. Escribe desde Villahermosa, Tabasco, México.