Después de Dios, la madre tiene el mayor potencial de amar, y lo ejerce. La madre se parece a Dios porque lleva su imagen y semejanza, porque imparte vida, y por su espíritu abnegado.
La historia se adorna de madres ejemplares e hijos virtuosos, pero nadie como María de Nazaret y su Hijo Jesús. Ella encarna el ideal de maternidad, y Jesús el del amor filial. Madre amorosa, hijo piadoso, es la combinación perfecta. No se puede pedir más de este lado de la eternidad.
María recibió en su seno al Hijo de Dios en su encarnación, y lo amó sin medida. Lo cuidó, lo educó y lo dedicó a Dios. Y su amor fue correspondido. Su caso ha sido el único en que el hijo amó más que la madre. Jesús fue la causa de su gozo, la razón de su vida, la corona de su maternidad. él nunca fue descortés ni contencioso. Siempre veló por ella, pues aun cuando el ominoso velo de la muerte lo envolvía, consciente de que ella quedaría desamparada, la encargó al cuidado de su discípulo Juan, diciendo: “He ahí tu madre” (S. Juan 19:27).
Hoy, cuando la maldad parece eclipsar al amor, haríamos bien en evocar a la mujer que modeló el ideal de la maternidad, y al joven Carpintero que en la risueña Nazaret nos enseñó a ser hijos.
El autor es redactor de El Centinela.