Durante el último año de mis estudios de Teología en la Argentina tuve la oportunidad de venir a hacer mis prácticas ministeriales a la ciudad de Nueva York. Como nunca fui especialista en la cocina, siempre esperaba que después de los servicios sabatinos algún miembro de iglesia solidario me invitara a comer. Sin embargo, no pasó mucho tiempo cuando esas invitaciones llegaron a transformarse en una pesadilla. No imaginaba que una simple plantita llamada cilantro pudiera causarle tanto disgusto a mi paladar. La primera vez que lo probé sentí como que estaba comiendo una “chinche verde”, esos insectos que caminan cansinamente y que abundan en el este. En mi país de origen nunca había probado el cilantro, pues el condimento principal es el perejil. Mientras intentaba tragarlo, me preguntaba: ¿Cómo a esta gente le puede gustar esto? ¿Acaso no se dan cuenta de que tiene un sabor horrible? Cuando tuve un poco más de confianza me animé a expresar lo que pensaba del cilantro. Mis anfitriones tampoco podían entenderlo, pues para ellos era un condimento casi de origen celestial.
Han pasado muchos años desde entonces. No puedo saber cómo ni cuándo ocurrió, pero hoy el cilantro me gusta aun más que el perejil. No fue fácil. Creo que el cambio se debió en gran parte a que muchas veces el hambre superó mis prejuicios… y a que también tenía un profundo deseo de no hacer sentir mal a las personas que con tanto cariño me invitaban a compartir su mesa.
Etnocentrismo
Uno de los grandes obstáculos para el diálogo y las buenas relaciones interculturales se llama “etnocentrismo”. El etnocentrismo pretende evaluar a todas las demás culturas de acuerdo a los parámetros de la propia, con el supuesto de que la de uno es superior. Esta actitud es el resultado de no ser socialmente maduro. Cuando yo me preguntaba: ¿Cómo a esta gente le puede gustar el cilantro si tiene un sabor horrible?, estaba manifestando una actitud etnocéntrica. Inconsciente o conscientemente pensaba que el perejil debía ser usado como condimento por todas las personas y que los amantes del cilantro tenían algún problema. Diferente hubiera sido si yo hubiera dicho: “A mí el cilantro no me gusta porque no estoy acostumbrado a comerlo”. Esas palabras hubieran reflejado una sensibilidad cultural pertinente de una persona socialmente madura.
Hay diferentes clases de etnocentrismo. Uno de ellos es el etnocentrismo racial, que consiste en pensar que la raza de uno tiene una dotación genética que hace que la cultura resultante sea superior. El etnocentrismo lingüístico radica en pensar que el idioma propio es el mejor para expresar pensamientos y sentimientos, relegando a las otras lenguas a un plano inferior, como menos pulidas y sin tanta riqueza. También existe el etnocentrismo religioso, que consiste en considerar la propia fe religiosa como la verdad absoluta, catapultándose a uno mismo a un plano superior a las otras personas que no han tenido el mismo privilegio de “conocer la verdad”.
Cuando una persona o un grupo se vuelve etnocéntrico, pierde la capacidad de dialogar constructivamente con grupos diferentes y se enquista en sí mismo. Así se transforma en un obstáculo para el desarrollo y la madurez de una sociedad particular. El etnocentrismo ha sido a través de la historia una de las plagas sociales más perversas. Por causa de este problema se han producido genocidios raciales, religiosos y culturales que han provocado mucho dolor y sufrimiento a la humanidad. Este problema social comienza sutilmente. Tal como lo mencioné anteriormente, puede comenzar alrededor de una mesa. Pero, si no se lo detecta y corrige a tiempo, puede detonar en una guerra sangrienta.
El evangelio de Jesús y el etnocentrismo
El evangelio de Jesús es social y culturalmente superador, porque su principal fundamento está relacionado con la aceptación, el amor y la igualdad. Jesús se esforzó para que sus discípulos entendieran que Dios no hace acepción de personas. Con frecuencia usó como ejemplo de sus enseñanzas a representantes de culturas que los judíos discriminaban: el buen samaritano, la viuda de Sarepta, la mujer sirofenisa, el centurión romano. Ese hecho contribuyó a despertar los prejuicios etnocéntricos de su pueblo, al grado que procuraron matarlo (ver S. Lucas 4:24-29). Pero más allá de sus enseñanzas, fue la obra vicaria de Jesús la que declaró con poder que Dios valora a las personas por el hecho de ser humanos sin ningún otro tipo de consideración. Luego, el apóstol Pablo declararía en relación con el evangelio: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gálatas 3:28).
El evangelio de Cristo redefinió la identidad del ser humano sobre bases muy diferentes a las que los pueblos estaban acostumbrados a hacerlo. Ya no se identificaría a las personas por la cultura, la posición social o los logros personales. De ahí en adelante las personas podrían valorarse e identificarse por la obra y la persona de Cristo sin tener en cuenta el pasado, los fracasos morales o la condición social. El resultado fue el surgimiento de un movimiento social nivelador, que unió a judíos etnocéntricos con gentiles extravagantes; a guerrilleros como Simón el Zelote con imperialistas como Leví Mateo; a doctores como Pablo con pescadores como Pedro. Nunca hubo un movimiento social como el que originó Jesucristo. Pero alguien puede preguntar: “¿Dónde quedó ese movimiento? ¿No fueron los cristianos los promotores de persecuciones a judíos y protestantes en la Edad Media? ¿No eran cristianos los que defendían la esclavitud en el sur de los Estados Unidos durante el siglo XIX? ¿No se iniciaron las dos guerras mundiales en países que profesaban ser cristianos? Es verdad. Pero debemos entender que el hecho de ser hijo de cirujano no nos hace médicos. Esos cristianos fallaron porque no hicieron lo que Cristo hizo.
Los cristianos y el etnocentrismo
Los cristianos nos volvemos etnocéntricos cuando pensamos que por profesar el cristianismo nos transformamos en seguidores de Cristo. Quedamos expuestos al etnocentrismo cuando reemplazamos la práctica de las enseñanzas de Jesús por la adherencia a credos religiosos. Cuando intercambiamos la lealtad a Dios por la lealtad a instituciones eclesiásticas, quedamos atrapados en este problema social. Cuando eso sucede, sin advertirlo, anulamos el poder transformador del evangelio y lo reemplazamos por una forma religiosa que no une a la humanidad sino que la separa.
Es necesario que entendamos que no son los credos ni las iglesias o las penitencias lo que anula el orgullo del corazón. Es el evangelio de Jesucristo. El centro del cristianismo es Jesús y su enseñanza. Si como cristianos rescatamos la verdadera esencia bíblica del cristianismo, estaremos en condiciones de hacer un enorme aporte al diálogo intercultural, y contribuiremos, como lo hicieron siempre los verdaderos cristianos, al desarrollo de los pueblos. Lo que Jesucristo concretó en el Calvario cuando dijo “Consumado es” (S. Juan 19:31), será un punto de referencia social que tendrá la capacidad de unir a todas las personas sinceras de diferentes culturas y naciones en un movimiento dispuesto a respetar y valorar incluso a quienes no decidan ser parte de él.
El autor es ministro cristiano y escribe desde Lawrenceville, Georgia.