La gloria suprema, aquella que rige el universo, iluminó el mundo durante más de tres décadas. Es la gloria de Dios, el carácter de Cristo.
Los hombres somos malvados, pero Dios nos ama. Somos corruptibles y corruptos, pero él se compadece de nosotros. Somos falsarios, pero nos confió a su Hijo. Somos falibles y falaces, pero él no se avergüenza de llamarnos hijos, ni Jesús de llamarnos hermanos (ver Hebreos 2:11).
Los romanos se jactaban de su poderío, los griegos de su sabiduría, los judíos de su teología, pero Jesús no se jactó de nada. Aunque era la fuente de la verdad, jamás se jactó de ello ni apeteció la “gloria de los hombres” (S. Juan 5:41). Su espíritu se nutría de la comunión con su Padre. Su fe se afianzaba en las Escrituras. Su alma se deleitaba en la caridad.
Los hombres estólidos volcaron contra él toda su sabiduría humana, y fueron reprendidos. Jesús nunca perdió un debate. Tampoco perdió el juicio. Cuando decidió formar discípulos, no buscó a los sabios en su propia opinión; llamó a hombres faltos de conocimiento y de soberbia, los instruyó, y con ellos transformó el mundo.
Jesús sabía la suerte que le esperaba, y no sufrió ataques de ansiedad. Lo tomaron preso, y no sufrió ataques de pánico. Lo provocaron, y se mantuvo sereno. Murió como vivió: socorriendo al prójimo. Encerraron su cadáver bajo toneladas de roca, y lo custodiaron los guardias más fieros, pero resucitó y proclamó su triunfo.
Hoy cualquiera se hace llamar líder, pero solo Jesús es Líder. Rebaños de galaxias lo seguían en su preexistencia, multitudes de hombres lo siguieron cuando anduvo en la tierra, y muchos más lo han seguido desde entonces.
Muchos murieron por su causa, despreciando la tortura, pronunciando su nombre. Su gloria se acrecienta al paso de los siglos. Podemos verla hoy. Refulge en el rostro del cristiano que acepta su Palabra y prosigue su misión. Recibámoslo hoy en nuestro corazón, y que su divina gloria brille en nosotros.
El autor es redactor de El Centinela.