En el estado de ánimo de todo ser humano hay fluctuaciones. A veces somos optimistas, alegres y altruistas; otras veces nos invaden la tristeza y el desánimo, el miedo y la desesperación. Hubo un día en que todos esos aspectos negativos del humor afectaron a un grupo de mujeres piadosas. Ellas habían seguido a Jesús, el Mesías prometido, pues bajo su idílico régimen disfrutarían de paz, justicia y estabilidad. La Escritura dice: “Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes” (S. Lucas 8:1-3).
A una de estas mujeres, María de Nazaret, le habían dicho que una espada traspasaría su alma (ver S. Lucas 2:35). Ahora ese día había llegado, y no solo María, la madre de Jesús, sino también María la esposa de Cleofas, María Magdalena, Juana, Salomé, y otras no mencionadas por nombre, estaban sufriendo junto a la cruz. Aquel en quien sus esperanzas se habían centrado moría ofendido por una turba manipulada por demonios.
Soy madre, y por ello no encuentro palabras para describir lo que María de Nazaret sentía. Aquel a quien había arrullado y alimentado, al que había besado con ternura, al que había educado bajo la dirección del Espíritu Santo, agonizaba en una horrenda cruz. En verdad, una espada estaba traspasando su corazón.
¿Y qué decir de las otras mujeres que habían seguido al Maestro? Le habían servido con sus manos y su dinero, y ahora con su amado Maestro morían también sus más caras esperanzas.
¿Alguna vez te has encontrado en una situación desesperada? Entonces deben haberse agolpado en tu mente interrogantes sin respuesta: .Como puede ser posible? .Por que a mi? .Que debo hacer? Supongo que lo mismo se preguntaban estas mujeres.
Las dos Marías
Pero prestemos atención al próximo capítulo de la dramática historia. Al tercer día, María Magdalena y la otra María fueron al sepulcro de su Maestro para ungirlo con especias, conforme a la costumbre, pero en vez del cadáver vieron a un ángel, y enseguida al Señor resucitado. María Magdalena, aquella que había ungido al Maestro con un perfume caro y había enjugado sus pies con su cabellera, de repente escuchó una voz suave y melodiosa que la llamaba por su nombre: “¡María!” Entonces, del momento emocional más bajo de su vida ascendió a las alturas de la euforia. Luego el Maestro le dijo que compartiera con sus hermanos la gran noticia. Y así, María Magdalena llegó a ser la primera evangelista que anunció al Salvador resucitado (ver S. Juan 20:11-18).
María, la madre de Jesús, y María Magdalena convivieron con la grandeza y con el dolor de la gesta redentora. De María se escribió que sería llamada bienaventurada, tal como llegan a serlo quienes se consagran al servicio del Maestro. Es cierto que ella tuvo el mayor privilegio otorgado a mujer alguna, pero con ese privilegio le sobrevinieron también la amargura y el sufrimiento extremo de ver agonizar al “Cordero de Dios” (S. Juan 1:29). ¿Habríamos soportado nosotros la desgarradora escena?
En la vida de la Magdalena contemplamos la eficacia del amor de Dios que rompe los grilletes del pecado. Ella había sido víctima de la seducción, luego cayó en el desenfreno y la posesión diabólica. Son muy pocas las víctimas del pecado sujetas a tal dominio que logran liberarse, y siempre ocurre por intervención divina.
Es en la cruz donde estas historias cobran significado, porque la cruz se levanta como símbolo eterno de la existencia de un Dios misericordioso que entregó a su Hijo para salvar al pecador. Elena G. de White lo describió así: “Contemplando al Redentor crucificado, comprendemos más plenamente la magnitud y el significado del sacrificio hecho por la Majestad del cielo”.*
Tal como ocurrió en la vida de estas mujeres, nuestro ego debe confrontarse con la cruz de Cristo y ahí morir, para poder resucitar juntamente con él y vivir plena y eternamente. Dios ya cumplió con su parte en el proceso de la redención. Hoy espera que sus hijos respondan a su llamada y se arrojen en sus brazos de amor. Contempla al Redentor crucificado, y ahí, al pie de su cruz, decide seguirlo, para su gloria y para tu salvación.
* Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 616.
La autora es administradora en el área médica, autora, esposa y madre. Escribe desde Orlando, Florida.