Cuando el 5 de agosto de 2010, 32 mineros chilenos y un boliviano quedaron sepultados en la mina San José, mucha gente pensó que les aguardaba una muerte lenta. Pero en la superficie, el pueblo y el gobierno se movilizaron. También se movilizaron expertos de varias partes del mundo. Había que rescatar a esos hombres.
Cuando Adán pecó, y el mundo se tornó en abismo de locura y muerte, los demonios que lo indujeron a separarse de Dios pensaron que Adán estaba perdido. “Pero Dios, que es rico en misericordia” (Efesios 2:4), se puso en movimiento. Había que ir por los “asentados en región de sombra de muerte” (S. Mateo 4:16).
La caída del hombre no fue sorpresiva para Dios. Él tenía el recurso para solucionar el problema: un plan de redención diseñado desde antes de la creación del mundo (ver Apocalipsis 13:8).
El adversario pensó que había tomado a Dios por sorpresa y que el mundo ya era suyo, pues el hombre no tenía recursos para liberarse del dominio satánico, y Dios, aunque sí los tenía, no podía ayudarlo, porque no era hombre. Entonces Dios tomó por sorpresa a Satanás, y envió a su Hijo “en semejanza de carne de pecado”, y “a causa del pecado”, y por su vida pulcra y su sacrificio vicario y expiatorio, “condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3).
Cuando, el 13 de octubre de 2010, Manuel González entró en la cápsula metálica diseñada para sacar a los mineros del abismo, el mundo quedó en suspenso. Y cuando el primer minero salió a la superficie, hubo un suspiro de alivio colectivo. Al fin, los 33 mineros confinados en las profundidades de la tierra, salieron ilesos.*
Un día el Hijo de Dios encarnado entró en las profundidades del universo en busca del hombre. Cuando, como un cadáver, descendió hasta la mazmorra de la muerte, el universo quedó en suspenso; mas cuando al tercer día emergió triunfante, las inteligencias celestiales proclamaron jubilosas: “Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo” (Apocalipsis 12:10). Las puertas de la gloria se abrían para los hombres.
Para lograr tal hazaña, Jesús tuvo que enfrentar a tres adversarios: el diablo, el pecado y la muerte. Y venció a los tres.
1. La victoria sobre el pecado. Durante 33 años y medio Jesús lidió con el pecado. Desafió a sus adversarios: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (S. Juan 8:46). Dijo al fin de su ministerio: “He guardado los mandamientos de mi Padre” (S. Juan 15:10). Y remató: “Yo he vencido al mundo” (S. Juan 16:33).
El autor de la Epístola a los Hebreos declara: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15, la cursiva ha sido añadida).
2. La victoria sobre el diablo. Del lecho de paja al lecho de piedra, Jesús arrostró la oposición de los demonios. El mismo Satanás lo asedió sin cesar. Al fin de su ministerio terrenal aseguró: “Yo veía a Satanás caer… como un rayo” (S. Lucas 10:18), y dijo al despedirse de sus discípulos: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (S. Juan 14:30), es decir, “el diablo no tiene por dónde asirme; no hay en mí un punto moralmente débil por donde él pueda entrar”.
3. La victoria sobre la muerte. Aquel viernes de Pascua, la muerte, el tercer adversario, apresó a Jesús. Bajo toneladas de roca, el cristianismo estaba muerto. A menos que se cumpliera la palabra de Jesús, “pongo mi vida, para volverla a tomar” (S. Juan 10:17), el diablo había vencido. Ninguna otra religión se ha puesto a sí misma la prueba de la muerte. Si el cristianismo no la pasaba, sería una religión más, si la superaba, sería la Religión. Siendo prácticos, debemos preguntarnos: ¿De qué sirve una religión si no puede vencer la muerte? “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (1 Corintios 15:19), escribió San Pablo.
Pero al despuntar el tercer día, “sobre la tumba abierta de José, Cristo [proclamó] triunfante: ‘Yo soy la resurrección y la vida’. Únicamente la Divinidad podía proclamar estas palabras… En su divinidad Cristo poseía el poder de quebrantar las ligaduras de la muerte”.**
Jamás sepulcro alguno se ha abierto por dentro. El único cadáver que llevó consigo la llave, fue el cadáver de Jesús. Desde entonces, el diablo, el pecado y la muerte perdieron su poder sobre el hombre. Todo el que anhele libertad de su opresión debe entregarse a Jesucristo, quien afirma: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (S. Juan 11:25), y dice en son de triunfo: “Tengo las llaves de la muerte y del Hades [sepulcro]” (Apocalipsis 1:18).
Si la muerte se ha llevado a sus amados, mire al Jesús resucitado y crea su promesa: “Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán”. Muy pronto, esos cadáveres oirán la orden del Redentor: “¡Despertad y cantad, moradores del polvo!” “Y la tierra dará sus muertos” (Isaías 26:19).
Esta es la razón de nuestro júbilo en Semana Santa. Cristo ha vencido a nuestros adversarios. Un Salvador así merece nuestras rodillas. Él no quiso hacer menos. Y nosotros no podemos hacer más.