Hace pocos días cuando estaba tecleando las últimas letras del editorial de esta revista, no imaginé que el milenario Egipto atraería la atención del mundo, y la nuestra propia, como para justificar un editorial distinto. Es que ya instalados en el siglo XXI no dejamos de sorprendernos por la forma en que suceden con vertiginosa velocidad las revoluciones sociales --como la de Túnez, cuando el pasado 14 de enero fue derrocado el autócrata Ben Alí, y en estos días la de Egipto, cuando aun no sabemos cuál será su destino político. Desde los hechos del pequeño país magrebí, numerosos periodistas, arabistas y expertos en política internacional comenzaron a usar el término “revolución” para lo que está ocurriendo en el mundo árabe. Y lo comparan con la caída del muro de Berlín en 1989. Timothy Garton Ash, uno de los más agudos analistas políticos de nuestro tiempo, declaró el pasado 7 de febrero para El País de Madrid: “El futuro de Europa está en juego esta semana en la plaza de Tahrir de El Cairo, igual que lo estaba en la plaza de San Wenceslao de Praga en 1989”.
La del Cairo es una típica revolución de nuestro siglo: espontánea, imprevisible y convocada por la tecnología. Sin otro antecedente en la historia, podemos decir que el levantamiento juvenil egipcio es un fenómeno de Facebook. Tal es así, que el gobierno de Mubarak prontamente cortó el acceso de la población a Internet.
Ahora bien, podemos discutir el carácter “imprevisible” de la revuelta egipcia. Nada es espontáneo aunque sus síntomas lo parezcan. Un estornudo fuerte siempre es el resultado de un virus que actuó en el organismo durante algún tiempo. Podemos sorprendernos por el poder que actualmente tienen los medios de comunicación masiva y particularmente las redes sociales, que con las siempre nuevas tecnologías vincula, congrega y convoca a personas que viven a miles de kilómetros de distancia y que pertenecen a las más disímiles culturas. Pero más allá de toda discusión y sorpresa, es innegable que un nuevo virus está recorriendo el Valle del Nilo. Y es el virus de la libertad. De esto no podemos sorprendernos. Yace en el corazón humano un deseo de libertad, más allá de todo condicionamiento cultural, religioso o político. Los pueblos se cansan de vivir bajo la carga de gobiernos despóticos y corruptos. Y buscan sacudirse con total espontaneidad el yugo que los aflige aun bajo la sola garantía de la esperanza, aun cuando no se tenga un proyecto político claro ni se sepa muy bien adonde se va. Como en Egipto.
Es innegable el papel que ha tenido particularmente la religión institucionalizada en la formación de regímenes autoritarios en el mundo islámico. Hay quienes le temen al fundamentalismo y comparan esta revolución con la de Irán en 1979. Temen que sea más de lo mismo: Menos libertad y más despotismo. Sin embargo, David Kirpatrick, periodista del Tribune de Londres, informaba: “En el día cristiano de oración (el pasado domingo) los coptos celebraron una misa en la plaza (Tahrir) mientras los musulmanes, devolviendo un favor, los protegían. El viernes los coptos hicieron la guardia durante las plegarias musulmanas”.
Este espíritu de tolerancia religiosa, sin duda, demuestra que más allá de todo condicionamiento religioso, la libertad y la paz digna anida en todo corazón humano.
Toda religión opresora genera individuos y sistemas políticos opresores. Contra esto es precisamente a lo que apuntó nuestro Señor Jesucristo: “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (S. Juan 8:36). En sus palabras hay dos verdades incontrovertibles: El evangelio de la libertad es la única garantía contra una religión tóxica. La misma que usted o yo podemos estar practicando contra nuestro prójimo. La segunda verdad es tan incuestionable como la primera: El evangelio de la gracia de Jesucristo nos hace verdaderamente libres, satisfaciendo así de un modo más radical y pleno el anhelo de libertad que anida en el corazón humano, y que ningún sistema político, por justo que sea, puede lograr.