De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. San Juan 3:16.
Viernes de mañana en Jerusalén. Los primeros rayos del sol perfilan el rostro fruncido de un hombre de mirada enrojecida por el insomnio. Desde la madrugada ha sido importunado por los sacerdotes y dirigentes del templo que acusan a un hombre de impostor y blasfemo.
Cuando el pueblo exige la crucifixión del reo, el procurador Poncio Pilato, dirigiéndose a la multitud, pronuncia una frase cuyos ecos se multiplican al paso de los siglos: “He aquí el hombre”. El Hombre con mayúsculas, el personaje más real y el más enigmático, el más enseñado y el menos aprendido, el más predicado y el menos imitado: el Hombre, el Dios-Hombre, Jesús.
En esta época de tendencias diametrales, cuando cada uno hace de cualquiera un héroe o un dios, ya sea extraído del Tíbet, de Hollywood, de Wall Street o de la Copa Mundial de Fútbol; de tanto secularismo de la religión y de tanta santificación de lo secular; de dioses a la medida de quienes los exaltan, emerge la figura incólume del verdadero Héroe de la historia: Jesucristo. El Hombre, pero no en el vaporoso envoltorio del misticismo ni sobre el empolvado anaquel donde lo colocó el secularismo; no el Hombre inmovilizado en el crucifijo, donde lo clavó el cristianismo nominal, sino el poderoso en toda la plenitud de su persona, Dios y Hombre, con todas las prerrogativas de su divinidad y todo el respaldo moral de su prístina humanidad.
Mucho se ha argumentado acerca de la naturaleza y el origen de Jesús. Hasta cierto punto es lógico: él no tuvo precedentes. Es singular. En Jesucristo comienza y termina todo. Es “el primero y el último” (Apocalipsis 1:17). San Juan lo resume con su gran capacidad de síntesis: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (S. Juan 1:1). No pierde tiempo en argumentos. Es un hecho irrefutable. Lo da por sentado, y eso es suficiente. Se expresa con la misma convicción con que Moisés narra la creación.
Cristo es llamado Verbo porque él es la acción de la creación. “Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (vers. 2, 3). Juan identifica al Verbo con Dios: “Era Dios”, afirma, y luego lo identifica con la humanidad: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (vers. 14).
Al expresar lo que identifica como el “misterio de la piedad”, San Pablo expresa que el Verbo divino es “hecho carne”, engendrado en el vientre de una mujer virgen, por lo que llega a ser “Hijo del hombre” e “Hijo de Dios”. Por eso, cuando navegaba con sus discípulos en el mar de Galilea en medio de una violenta tempestad, Jesús dormía en la barca. Al ser despertado, reprendió al viento y a las olas y estas se calmaron. Era tan humano como para caer rendido por la fatiga, y tan divino como para gobernar la naturaleza (S. Marcos 4:35-41).
Al ser Jesús divino-humano, no quiere decir que fuese mitad divino y mitad humano. En Cristo las reglas matemáticas no valen. él era plenamente Dios y plenamente hombre. Pero, ¿cuál era el propósito de esta combinación en su naturaleza? El autor de la Carta a los Hebreos declara: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, el también participó de lo mismo... Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Hebreos 2:14, 17).
“En todo” implica una completa identificación con la humanidad a la que quiere redimir. Sin embargo, no es una identificación absoluta: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Identificación completa, pues fue tentado en todo; identificación limitada, porque no cedió a la tentación como nosotros.
¿Acaso Jesús no fue completamente humano, porque no pecó? Comparémoslo con el primer hombre: Adán. él fue creado, primeramente, humano; en segundo lugar, fue creado para que no pecase. El que pecara o no era una opción inviolable que él tenía. Algunos piensan que Jesús no puede identificarse con nosotros porque no tuvo la experiencia de pecar. Esto es una racionalización absurda. Cristo padeció el terrible aguijón de la tentación mucho más fuerte de lo que sufrió Adán o cualquiera de sus descendientes. Pero si Jesús hubiera pecado, habría sometido a toda la creación a dolor tal cual nunca se ha experimentado, porque su acción habría traído por consecuencia la perdición de sí mismo, y con él, de todo el universo.
¿Hasta qué punto llegó Jesús a ser “semejante a sus hermanos”? Para entender esto debemos comprender la diferencia entre propensión o inclinación a pecar y la posibilidad de pecar. Nosotros, como seres pecaminosos, tenemos las dos cosas, inclinación y posibilidad a pecar. Para que Jesús llegara a ser como nosotros, ¿debía tener esas dos cualidades? Hemos de remitirnos al hombre original para poder entender esto.
Cuando Adán fue creado, tenía posibilidad de pecar; de otra manera Dios no le hubiera aconsejado usar su libertad personal de acción respecto a de qué árbol comer o no comer. Sin embargo, Adán no tenía propensión a pecar. Su “nacimiento” fue diferente al nuestro. No tenía precedentes pecaminosos. No existía herencia pecaminosa en sus ancestros. Si pecaba, cosa posible, y lo hizo, de hecho, sería porque él mismo lo decidiría sin ningún impulso interior que lo llevara a ello, a no ser el ejercicio de su propia voluntad.
Al caer el hombre en el pecado, era menester que su Salvador uniera dos imprescindibles cualidades: 1) Que fuera como él, humano, sin inclinación al pecado pero con posibilidad de pecar, para demostrar que Adán pudo haber triunfado. 2) Que fuera Dios, para poder dar la vida que el hombre no puede dar.
Fue por esta razón que Jesús tuvo un nacimiento “antinatural”, semejante al de Adán. No podía haber en él propensiones pecaminosas porque vino a ocupar el lugar de Adán. En el sentido relativo, vino a ocupar el lugar de cada ser humano, pero en el sentido absoluto, ocupó el lugar de aquel ser humano que cayó originalmente. Al ocupar el lugar de Adán, lo salvó a él y a toda la humanidad que de él descendió. Jesús vino como “el segundo Adán”, no “el segundo Pedro” o “el segundo Rigoberto” o la “segunda Patricia”, etc. De haber sido así, hubiese salvado “a Pedro”, “a Rigoberto” o “a Patricia”, con sus respectivos descendientes particulares, pero no a toda la humanidad.
Mientras Cristo vino igual a Dios, se hizo semejante a los hombres. No es lo mismo ser “igual” que “semejante”. Para beneficio del ser humano, Jesús no podía ser igual a ellos. Si él hubiera llegado a ser igual a los hombres, con sus mismas tendencias naturales a pecar, habría tenido que nacer como ellos, pecador y, por lo tanto, necesitado de un Salvador. Cristo nació sin pecado, por lo que no necesitaba un Salvador, pues él es el Salvador.
Es maravilloso saber que Jesucristo vino a este mundo a pelear la gran batalla que Adán perdió, pero con mayores desventajas que él. Nuestro primer padre contaba con un cuerpo sano, fuerte físicamente. Era un joven adulto con una mente clara y perfecta. En cambio, Jesús afrontó al enemigo con un cuerpo afectado por los signos físicos de la decadencia, después de cuatro milenios de pecado. No nació como el hijo de Adán sino como el hijo de María. A pesar de tan marcada desventaja, venció para nuestro beneficio. Esto es y será siempre un misterio, y los misterios solo se creen por fe. Como dijo el evangelista Julio Chazarreta “Jesús fue el hombre perfecto de Dios, por lo que es el Dios perfecto del hombre”.
Al mirar las dramáticas escenas del Calvario y ver a Cristo sufrir la muerte más espantosa e inconcebible, podemos vislumbrar hasta qué punto nos ama Dios “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (S. Juan 3:16). Yo aún no lo puedo entender, ¡pero lo creo!
El autor es ministro y conferenciante internacional de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Escribe desde Orlando, Florida.