De acuerdo con el Centro de Control y Prevención de Enfermedades en los Estados Unidos, el número de suicidios entre mujeres blancas se duplicó entre 1999 y 2014 (12,4 por cada 100.000). Este es un muy específico y limitado ejemplo de la creciente crisis de salud mental y bienestar general que afronta la sociedad del siglo XXI.
En esta sociedad cada vez más secular, los logros intelectuales, sociales y materiales definen la identidad de las personas. La economía se sustenta en la creación de un deseo insaciable por adquirir bienes y servicios, y la persona experimenta un vacío interior que solo llenará cuando descubra y cultive su identidad espiritual: el sentido de trascendencia y propósito. Hablemos de por qué conviene cultivar la espiritualidad y administrar la vida con sabiduría.
Según la doctrina, ideología o escuela filosófica, la espiritualidad puede ser entendida de diversas maneras. Para los propósitos de este artículo, espiritualidad es la experiencia de vida que resulta de conocer a Dios y darle el primer lugar en la vida.
Desde la perspectiva cristiana, San Pablo separa a los seres humanos en dos grupos: los que se conducen conforme a la carne y los que se conducen conforme al Espíritu. Los del primer grupo tienen intereses centrados en las cosas materiales y temporales, siguiendo la forma de pensar, los procedimientos y valores que el hombre ha cultivado. Los del segundo grupo han nacido del Espíritu Santo, son guiados por él y son hijos de Dios (ver Romanos 8:1-17).
Conducirse según la carne
Todos los hombres son nacidos de la carne, y según las leyes de la genética heredan una propensión natural a la autocomplacencia, la independencia y la lucha por la supervivencia, con el egoísmo como su fuerza motriz. En 1943, Abraham Maslow publicó una teoría en la que afirma que las personas buscan la satisfacción de sus necesidades según este orden de importancia: necesidades fisiológicas, de seguridad, de afiliación o sociales, de reconocimiento o estima, y de autorrealización.
Parece razonable y práctico reconocer que las personas puedan estar motivadas por el deseo de satisfacer sus necesidades. La teoría describe muy bien nuestra realidad personal y familiar. Ayuda a entender a las personas, y es una clara descripción de la condición humana que “vive en la carne”, motivada por la satisfacción de las necesidades personales y expuesta a la manipulación y el control de parte de quienes tienen los satisfactores.
A la luz de la teoría de Maslow, es natural y lógica la pregunta, ¿por qué conviene cultivar la vida espiritual? Pero esta pregunta refleja la motivación del interés personal y el egoísmo, lo que San Pablo denomina conducirse conforme a la carne. El orden de prioridades según esta teoría tiene innumerables beneficios. Por ejemplo, el compañerismo espiritual que deriva de asistir a la iglesia provee un sentido de pertenencia, seguridad y comunidad, al grado de contribuir a mejorar la salud, el temperamento y el bienestar general. La gente que se interesa en lo espiritual toma decisiones saludables y tiende a vivir más. La persona que desarrolla una actitud servicial y altruista experimenta cambios hormonales, emocionales y fisiológicos relacionados con la felicidad y el sentido de realización. Sin embargo, la espiritualidad orientada hacia el interior de la persona o que se proyecta hacia el entorno, si no cuenta con una dimensión vertical, sigue siendo “carnal o material”.
Conducirse según el Espíritu
La declaración de Jesús a un príncipe llamado Nicodemo, “lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (S. Juan 3:6), destaca el germen de la espiritualidad cristiana. Para ser espiritual, la persona debe nacer de nuevo al aceptar a Cristo como su Salvador y Señor mediante la acción del Espíritu Santo. Ha de recibir como Soberano de su alma a Jesús, quien siendo rico se hizo pobre, para que nosotros por su pobreza fuéramos enriquecidos (ver 2 Corintios 8:9).
Gracias a este nacimiento, la persona se torna espiritual y comparte el sentir o la forma de pensar de Cristo quien, “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:6-8).
La identidad. El ser espiritual implica una identidad espiritual en la que Cristo es hermano, Dios es Padre, y los creyentes son familia de Dios y cuerpo místico de Cristo. En esta relación, “todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas” (2 Pedro 1:3). Por eso Jesús afirma: “No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?... Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (S. Mateo 6:25-33).
La misión. La persona espiritual experimenta un sentido de pertenencia y dependencia de Dios y sus promesas. Aquilata el privilegio de ser aliado y servidor de Dios en favor de los desvalidos. Sobre todo, abraza la misión de ser luz del mundo y sal de la tierra (ver S. Mateo 5:13-16).
El amor. La persona espiritual ama a la manera de Dios, como dijo el Maestro: “Oisteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os maldicen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (S. Mateo 5:43-45).
La mayordomía. La persona espiritual se honra en colaborar con Dios en bien del prójimo. Carente de avaricia, utiliza sus bienes materiales para aliviar el sufrimiento, y así atesora para la eternidad: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan, sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan” (S. Mateo 6:19, 20).
La subsistencia. La persona espiritual, liberada de temores y ansiedad, dice con San Pablo: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:11-13).
El autor es catedrático de la Universidad Andrews en Berrien Springs, Michigan.