Por mucho tiempo se pensó que la diferencia más categórica entre humanos y animales era la capacidad de razonar; sin embargo, la diferencia más categórica y excluyente que nos distingue del mundo animal es la espiritualidad, el sentimiento de conexión a alguien superior a nosotros mismos. Los animales no poseen esa capacidad, y para los que creen en la teoría de la evolución, la explicación de su surgimiento resulta en uno de sus mayores problemas.
La idea de Dios es natural al ser humano. En todas las culturas y civilizaciones siempre hubo una afirmación de Dios, aunque ellas no hayan estado conectadas entre sí. Nunca encontrarás una civilización que haya dicho: “Desde ahora declaramos que hay un Dios”. Sin embargo sí encontrarás culturas que lo niegan (esto es algo reciente). Para que haya una negación de algo, primero debe haber una afirmación; si no, la negación no sería negación. Por lo tanto, la negación de Dios de alguna manera lo confirma. La sensación de la realidad de Dios en nuestra vida y nuestras necesidades espirituales es tan fuerte que para deshacernos de Dios tendríamos que negarlo. Cuando decimos que no hay Dios, primero tenemos que haber sido afectados por esa realidad. De lo contrario no podríamos negar algo de lo que nunca tuvimos referencia.
El bien y el mal
Tanto los que creemos en Dios como quienes no creen en su existencia, somos concientes de que en la vida hay dos realidades opuestas: el bien y el mal. ¿Qué es el bien? Es la realidad más básica, el estado que promueve el crecimiento del ser y la existencia. ¿Qué es el mal? Es lo que afecta a la realidad del bien.
El mal no es autónomo ni existe por sí mismo; es la corrupción del bien. Sin la existencia del bien, el mal no podría existir. Por ejemplo, podemos tener una fruta madura o una fruta podrida. Para que haya una fruta podrida, primero tuvo que haber una fruta madura. Tu nunca verás que una fruta podrida llegue a estar madura, pero sí verás que las frutas maduras pueden pudrirse. Eso nos dice que la madurez precede a la putrefacción y no a la inversa. La fruta podrida es la corrupción de una realidad benigna. Es por eso que la Biblia describe al mal como una degeneración del bien, pero nunca nos habla del mal como una realidad autoexistente.
Desde el punto de vista bíblico, podríamos definir la espiritualidad como vivir de acuerdo a la esencia relacional en la que fuimos creados. Eso es el bien. Cuando desafiamos ese principio se produce desarmonía, y es lo que la Biblia llama pecado. El pecado significa romper con el sistema original de vida; significa ir en contra de los principios que enmarcan nuestra existencia. Sería muy superficial decir que el pecado es hacer cosas malas; sería mucho mejor definirlo como ir en contra de nosotros mismos, negando la realidad espiritual de la vida que nos conecta con Dios.
El pecado también afectó nuestra manera de percibir la realidad, especialmente en la esfera espiritual. Es por eso que muchas personas intentan llenar ese vacío que genera la ausencia de Dios adorando a la naturaleza, intentando desarrollar su ser interior o creando sistemas de culto que masifican a los hombres en instituciones religiosas que enseñan que la espiritualidad se desarrolla con la práctica de rituales muy elaborados o con adherencia a proposiciones racionales abstractas que sectarizan o nos excluyen del resto de la humanidad. Decir que eso es espiritualidad sería como decir que una niña es madre porque juega a amamantar a sus muñecas. Ella puede tener el instinto que es característico en una mujer y por eso se siente inclinada a jugar con muñecas, pero será madre solo cuando se relacione con un hijo de carne y hueso. Los seres humanos nos hemos apartado de Dios, y no lograremos experimentar la verdadera espiritualidad hasta que nos unamos nuevamente a él.
La realidad
Con el pecado perdimos la capacidad de apreciar el hecho de vivir de acuerdo a los principios que van más allá de lo material. Sin embargo, los principios o leyes que existen en la naturaleza y que son materiales afectan tanto a los que creen en Dios como a los que no creen en él. Por ejemplo, tirarse al piso de cabeza desafiando la ley de la gravedad traerá la misma consecuencia para un ateo y para un creyente. Si a un ateo su esposa le es infiel, le traerá los mismos efectos que a un creyente que le ocurra lo mismo. Creamos o no creamos en Dios, cuando andamos a favor de las leyes que rigen nuestra existencia experimentamos consecuencias buenas, y si las quebrantamos experimentamos consecuencias adversas.
Alguien podría decir: “Yo no creo en la ley de la gravedad, por lo tanto me voy a tirar de cabeza al piso”. Por más que no crea en esa ley, la consecuencia de quebrantarla la tendrá en su propia experiencia. En otras palabras, nuestras creencias no afectan a la realidad. Lo más sensato sería intentar descubrir la realidad para que afecte a nuestras creencias e intentar vivir en armonía con ella.
Las leyes espirituales
Las leyes que rigen la naturaleza son evidentes, pueden ser descubiertas por medio de la investigación y la observación. A pesar de que son evidentes, hay personas que las desafían sin importarles las consecuencias. Por ejemplo un fumador, a pesar de que sabe que el hábito de fumar lo destruye, decide fumar. Hay otras leyes que no se pueden medir de la misma manera, como las leyes que rigen la naturaleza pero que forman parte de la vida. Muchas veces tratamos de negarlas, así como el fumador niega el hecho de que el cigarrillo le hace mal. Se trata de las leyes espirituales que debieran enmarcar nuestra espiritualidad. Hay una realidad espiritual que si bien no se puede demostrar en un laboratorio, sí podemos notar cómo afecta nuestra vida. La realidad espiritual está relacionada con lo que no se puede tocar ni medir cuantitativamente; eso está relacionado con la felicidad, la paz interior, el contentamiento, el amor. A pesar de que muchos niegan la dimensión espiritual de la vida, vemos que los que lo hacen pueden tener placer, pero no saben cómo llegar a la felicidad; pueden tener mucho conocimiento pero no tienen paz; pueden tener mucho dinero pero no tienen contentamiento; pueden estar rodeados de gente, pero no pueden experimentar el amor.
La espiritualidad bíblica es muy concreta. No tiene que ver con expandir la conciencia o pasar tiempo en meditación para llegar al estado de la nada. Mas bien, la espiritualidad bíblica es relación: relacionarse con Dios por medio de la fe. Es conversar con él, compartir tiempo con él, expresarle nuestros sentimientos, conocerlo en la persona de Jesucristo e integrarlo en nuestra vida cotidiana. Cuando eso sucede, nuevamente nos ponemos en armonía con los principios espirituales que son parte del marco de nuestra existencia y nuestra vida se empieza a elevar a una esfera que nunca antes habíamos conocido. Es como aquella niña: cuando se hace adulta queda embarazada, da a luz, y se da cuenta que ser madre es mucho más profundo que jugar con muñecas.
¿Por qué no lo pruebas?
El autor es ministro cristiano en la ciudad universitaria de Collegedale, Tennessee.