Suyas eran todas las aguas de la tierra, pero en su agonía no le dieron ni un sorbo. Creó los mares, los lagos y las cataratas, la cuenca del Amazonas como un mar interior, y el arroyuelo que vivifica y embellece el paisaje, pero a él lo dejaron morir con sed.
El que abrió los ojos de Agar y la hizo ver un manantial en el desierto cuando su hijo Ismael agonizaba de sed (ver Génesis 21:19), el que hizo brotar aguas de la piedra para saciar la sed de los hebreos en el desierto de Sin (ver éxodo 17:6), no tuvo una gota de agua cuando se calcinaba en su propia fiebre. El que caminó sobre las aguas de Genesaret (ver S. Mateo 14:25), y las apaciguó cuando la tormenta las encolerizó (ver S. Lucas 8:24), no tuvo quién humedeciera su sangrante boca.
No le fue fácil a Jesús obtener agua de los hombres. En Samaria, junto al pozo de Jacob, bajo el sol de mediodía, no tuvo una cuerda para sacar el agua, y una mujer no quiso darle de beber por ser judío (ver S. Juan 4:9-11). Ahora, en agonía, clama por agua y le ofrecen vinagre. “Estaba allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca” (S. Juan 19:29). Lucas, el médico y evangelista, dice que los soldados le dieron el vinagre mezclado con la burla y el insulto: “Los soldados también le escarnecían, acercándose y presentándole vinagre” (S. Lucas 23:36).
Jesús prueba el hisopo humedecido que un soldado le ofrece, pero sabe a vinagre, y lo rechaza. Ninguna anestesia anublará su entendimiento y lo expondrá a pecar. Nada debe turbar su inteligencia. Su fe debe aferrarse a Dios. Es su única fuerza. Enturbiar sus sentidos sería dar una ventaja a Satanás.1
Y se muere de sed.
Morir de sed
La muerte del sediento es horrenda. La falta de agua provoca un intenso dolor de cabeza. El cuerpo se nutre del líquido cefalorraquídeo del cerebro, hasta que lo seca. Con el tiempo, los rióones se hinchan como un globo, lo que causa un dolor similar a una puóalada; los ojos se secan y se endurecen como si fueran de cristal.2 Surge la sensación de escozor. Los ojos se hunden, las respiraciones se vuelven cortas y jadeantes, la piel pierde su elasticidad. Baja la presión arterial y el corazón no se llena por completo, y se contrae cada vez con más debilidad. Hasta que se pierde el conocimiento, la sangre no llega al cerebro y se produce la muerte.3
Morir de sed
Cristo tiene un carácter divino pero un cuerpo humano, y sufre una sed rabiosa y desesperante. Desde las dos flagelaciones, y desde que los clavos horadaran sus manos y sus pies, ha perdido mucha sangre. El salmo mesiánico describe el cuadro de tortura extrema. “Perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malignos; horadaron mis manos y mis pies” (Salmo 22:16).
Jesús no sufre la sed del trabajador cansado, o la de la mujer que vuelve del molino cargando la harina; no, él siente la sed del moribundo. El salmista lo dice con gráfico dramatismo: “Mi lengua se pegó a mi paladar” (Salmo 22:15).
La boca del Mártir no ha sido humedecida desde la noche anterior, cuando bebió el jugo de la vid, símbolo y memorial de su sangre ofrecida por los pecados del mundo, en la cena pascual. Es mediodía y el sol no da tregua, por eso clama con voz entrecortada: “Tengo sed”.
Refinado tormento el de la sed. Posesos de un sadismo frío, calculador, los hombres le niegan el agua.
Satanás parece ganar. Cristo vino al mundo a ennoblecer a los hombres y el diablo a degradarlos. La resistencia perversa parece neutralizar la insistencia redentora. Ante la cruz, más que bestias salvajes, los hombres semejan demonios.
En el horno de su fiebre, el Cordero se muere, y nadie lo auxilia.
Tanta crueldad provoca escalofríos, bochorno, vergüenza. Es cosa de escándalo. No hay hombre bueno (ver Romanos 3:10, 15). Todos son malos, algunos una calca de los mismos demonios. Y sin embargo, por ellos y por nosotros muere Jesús. Muere “por nuestros pecados” (1 Corintios 15:3). “Siendo aún pecadores, Cristo [muere] por nosotros” (Romanos 5:8).
Necesidades ajenas
El Salvador muere como ha vivido: ayudando a otros. Si alguien necesita ayuda, se olvida de sí mismo. Unos necesitan perdón, otro redención, y su madre un hogar. A quienes lo crucifican ofrece intercesión. Al clamar a su Padre, “Perdónalos, porque no saben lo que hacen” (S. Lucas 23:34), el Cordero gana el derecho a ser Sacerdote, Intercesor y Mediador entre Dios y los hombres. Y aboga por ellos. Al ofrecer un lugar en su futuro reino al malhechor arrepentido, aplica a un pecador, por vez primera, la redención que su sacrificio provee. Luego mira a María, la mujer que lo tuvo en su vientre, cuya voz arrulló su sueóo infantil, y le provee protección, provisión y hogar. Le dice a Juan el discípulo amado: “He ahí tu madre” (S. Juan 19:27). Y a ella dice compasivo: “He ahí tu hijo” (vers. 26). Solo después de haber servido a otros se acuerda Jesús de su necesidad. Pide agua. Y no le dan.
La invitación
Hoy Jesús, el Mártir sediento, viene hacia usted que tiene sed de justicia, sed de salvación, sed de paz y de gozo, y le dice: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (S. Juan 7:37). Esta agua de vida que sacia la sed existencial del alma no es una gota ni un sorbo; son “ríos de agua viva”. Solo hay un requisito: “Cree en mí”(vers. 38).
Crea hoy en Cristo como Salvador de su vida, entréguele su corazón, sus afectos y su voluntad, y se cumplirá la promesa: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva”. Si así lo decide, usted beberá de las aguas del cielo, donde discurre “un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal” (Apocalipsis 22:1).
El autor es ministro adventista. Escribe desde Mesa, Arizona.