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En realidad no es la brevedad de la vida lo que nos ofende, más bien su temporalidad: no que termina pronto, sino el hecho de que tiene fin. Y aun nos ofende más el que, mientras dura, está compuesta únicamente de terminaciones, de encuentros y despedidas, de recuerdos y deseos y de una cosa tras otra (John Baille, en su libro And the Life Everlasting [Y la vida eterna]).

A menudo me encuentro hablando acerca de la rapidez con que pasan los años. Con personas de mi edad comentamos cuán cercano aún nos parece el día de nuestra boda, de nuestra graduación de la escuela secundaria o de la universidad... como si hubiera sido ayer. Nuestros hijos crecen aceleradamente y de pronto se convierten en nuestros amigos. Un día notamos que los protagonistas de las últimas noticias, en su mayoría, tienen menos edad que nosotros. Que la palabra “joven” ya no nos describe tan acertadamente, ni tampoco el vocablo “esbelto”.

No somos los únicos que se han preocupado por el paso de los años y sus efectos. En 1513, Juan Ponce de León, gobernador de Puerto Rico, explorador y colonizador del nuevo mundo, salió en búsqueda de la fuente de la juventud. Su persistencia causó la muerte de sus soldados por distintas enfermedades, y él mismo murió bajo los flechazos de los indios que habitaban en lo que luego llegó a ser el Estado de la Florida.

El anhelo de encontrar la fuente de la juventud no se ha extinguido. La ciencia busca muchas otras maneras de prolongar la vida humana. Procedimientos quirúrgicos avanzados eliminan órganos enfermos y los sustituyen por órganos sanos de personas que han muerto en accidentes o por otras enfermedades. Se trasplantan córneas, huesos, riñones, pulmones, corazones, y hasta rostros. Se hacen trasplantes a recién nacidos y a personas de edad más avanzada.

La pura verdad es que no hay nada que detenga el envejecimiento. Se pueden posponer sus efectos, y la ciencia ha comprobado que evitar la exposición al sol, el ejercicio, un estilo de vida saludable, la restricción calórica (comer poco) pueden posponer algunos efectos de la vejez. La terapia con la hormona del crecimiento humano (HGH) produce efectos beneficiosos, como aumento de la masa muscular, el fortalecimiento del sistema inmunológico y el incremento de la libido. Por otra parte, uno de sus efectos secundarios es que acelera el crecimiento de las células cancerosas.*

La búsqueda de la inmortalidad ha hecho que el hombre adopte la creencia de que el alma es inmortal. En otras palabras, no importa lo que suceda, todo ser humano continúa viviendo eternamente, debido al hecho fundamental de que no puede morir.

Los indios creen que cuando uno muere, viaja a través del país de los espíritus, donde no hay guerras ni muerte.

Platón enseñó que cuando una persona muere, el alma abandona el cuerpo y se reúne nuevamente con el “Alma” universal o Dios. Del concepto de una naturaleza humana dual, en el que el cuerpo es la cárcel del alma, parten toda serie de creencias. Entre éstas, muchos creen en el fenómeno de la reencarnación. O sea, que el alma después de la muerte vuelve a entrar en la existencia en una nueva forma que puede ser humana, subhumana (de un animal) o supra humana (un espíritu con poderes sobrenaturales).

Los musulmanes también creen que el alma continúa viviendo, ya sea en felicidad o en tormento. Los antiguos egipcios creían en un cruce en barco, piloteado por la muerte misma, al otro lado de un río fantástico. Para esa fabulosa expedición hacían todo lo posible para proteger los cadáveres y proveerles todo tipo de alimentos y provisiones.

¿Qué sucede en realidad cuando morimos; cuando cruzamos al fin esa última barrera que nos inserta en lo desconocido? ¿Volveremos a vivir otra vez? ¿A dónde iremos? ¿Acaso el Señor Jesucristo nos dejó en la oscuridad con respecto a este fenómeno universal de la muerte?

¿Qué dice la Biblia sobre la muerte?

Felizmente, la Biblia constituye una magnífica ayuda acerca del tema de la muerte y la esperanza cristiana de la vida eterna. Veamos algunas enseñanzas básicas de la Biblia sobre este tema. En primer lugar, Génesis 2:7 nos explica que “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente”.

En la creación del primer ser humano, Dios utilizó dos elementos: polvo de la tierra y aliento de vida. El resultado del proceso de unión de ambos produjo un “ser viviente”. Dios no colocó un alma dentro de Adán, sino que le concedió vida con su propio aliento.

Al morir ocurre exactamente lo contrario, tal como lo explica Eclesiastés 12:7. “Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio”. No hay indicación alguna de que el espíritu (en hebreo ruach), o aliento, sea una entidad consciente separada del cuerpo. Por eso la Biblia dice que “el alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:20).

Salomón declaró que “lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia... ¿Quién sabe que el espíritu de los hijos de los hombres sube arriba, y que el espíritu del animal desciende abajo a la tierra?” (Eclesiastés 3:19, 20) Según Salomón, no hay diferencia entre el espíritu (ruach) de los hombres y el de los animales.

Lo que vuelve a Dios en ocasión de la muerte no es otra cosa que la energía vital que al principio impartió a Adán. Según la Biblia, la muerte es un estado de inconsciencia total. Por eso el salmista describió el momento de la muerte con estas palabras: “Sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos” (Salmo 146:4).

La muerte es un sueño. Así se refiere el Antiguo Testamento a la muerte de David, de Salomón y de los demás reyes de Israel, diciendo que dormían con sus padres (ver 1 Reyes 2:10; 11:43; 14:20, 31; 15:8, etc.).

Job habló sobre la brevedad de la vida y llamó a la muerte un sueño: “El hombre yace y no vuelve a levantarse; hasta que no haya cielo, no despertarán, ni se levantarán de su sueño” (Job 14:12; vea también Salmo 13:3; Jeremías 51:39, 57; Daniel 12:2).

El Nuevo Testamento se refiere a la muerte en los mismos términos. Al describir la condición de la hija de Jairo, que estaba muerta, Jesús dijo que dormía (S. Mateo 9:24). También dijo lo mismo de Lázaro (ver S. Juan 11:11-14). Al hablar del martirio de Esteban, Lucas dijo que “durmió” (Hechos 7:60).

La Biblia es clara cuando se refiere a lo que ocurre cuando una persona muere. “Los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido. También su amor y su odio y su envidia fenecieron ya; y nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del sol... Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el sepulcro, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría” (Eclesiastés 9:5-6, 10).

Es claro que la muerte significa el fin de toda vida consciente. No hay actividad mental, “nada saben”. “Sale su aliento... y en ese mismo momento perecen sus pensamientos” (Salmo 146:4). También termina toda otra actividad, “no hay obra, ni trabajo, ni ciencia...”. Toda creencia basada en la supervivencia de una entidad espiritual inteligente y activa después de la muerte es anti bíblica y falsa. Consecuentemente, también todo temor basado en esa creencia es falso.

En la Biblia, la palabra “inmortal” solo se aplica a Dios. Se la menciona una sola vez en las Escrituras, en 1 Timoteo 1:17: “Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos”. En la misma epístola el apóstol Pablo vuelve a referirse a Dios como “el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno” (1 Timoteo 6:16).

La única fuente de inmortalidad

En la Biblia se señala que Jesucristo es la única fuente de inmortalidad. “La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). Cuando Dios creó a Adán y Eva, les dio libre albedrío, pero les advirtió que si desobedecían perderían el don de la inmortalidad. El día en que comieran del “árbol de la ciencia del bien y del mal”, morirían (Génesis 2:17). Cuando transgredieron, escucharon la sentencia divina que los condenaba a la muerte: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis 3:19).

La muerte que ahora reinaba en Adán por su desobediencia, “pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). La única manera en la que el ser humano podía recuperar la inmortalidad era a través de una armonía completa y perfecta con Dios. Puesto que para el hombre, en su condición caída, esto era imposible, Dios, desde el mismo momento de la primera desobediencia, dispuso un plan para rescatar al ser humano y devolverle la vida.

Este plan se cumplió en su Hijo “Jesucristo, que quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:10). “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22). El versículo más conocido de toda la Biblia nos dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (S. Juan 3:16).

Cuando los discípulos por primera vez escucharon de labios de Jesús que él era divino, y muchos de ellos flaquearon ante las implicaciones de sus palabras, el Señor los confortó: “Esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero” (S. Juan 6:40). Poco después repitió: “El que cree en mí, tiene vida eterna” (versículo 47).

Su mensaje para los creyentes de todas las edades en cuanto a la muerte es el mismo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (S. Juan 11:25, 26).

Los maravillosos milagros que Jesús efectuó para sanar y resucitar durante su ministerio solo fueron las primicias del gran día final de la resurrección, cuando “los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán. Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo..., vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (S. Juan 5:25-29).

¿A quién elegiremos creer en cuestiones de la vida y la muerte? Dios tiene un destino feliz deparado para los que deciden creer en sus promesas y se aferren a la esperanza contenida en sus palabras. Ojalá que usted y yo aceptemos su magnífica oferta.

* http://www.senescence.info/antiaging.html accesado el 30 de noviembre, 2009. Puede leer sobre los efectos de la vejez sobre el cuerpo humano en Judith Stevens-Long y Michael L. Commons, Adult Life (Mountain View, California: Mayfield Publishing Co., 1992), pp. 390-393.


El autor es el director de EL CENTINELA

Tu destino es vivir

por Miguel A. Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Marzo 2010