A causa del amor las madres llegan a ser virtuosas, los padres honorables, y los hijos ejemplares.
Santiago se sentó frente a nosotros en la consulta y nos dijo con un dejo de tristeza: “Siento que para mi familia no valgo nada. Según ellos, todo lo hago mal”. Su rostro cansado y compungido delataba la tormenta que rugía en su interior. Santiago tenía dos hijos en edad universitaria, y su esposa Ana estaba desempleada después de 25 años de trabajo en la misma empresa. En realidad, la situación en casa empeoró cuando ella decidió jubilarse y quedarse en casa.
Hacía tiempo que el hecho de vivir con dos hijos que “lo saben todo” lo había puesto en desventaja para cumplir su papel de padre, proveedor y jefe de la familia. Santiago ya no era su héroe. Ya nadie lo trataba con paciencia. Ahora él preferiría estar fuera de casa la mayor parte del día para no sufrir la descortesía y el desamor.
Casos como este son más comunes de lo que pensamos. La intolerancia, la falta de interés, la poca o nula paciencia recíproca han desestabilizado aun a familias que habían sido emocionalmente estables y funcionales.
El remedio para el desamor
Estas palabras inspiradas son oportunas: “Sean comprensivos con las faltas de los demás… sobre todo, vístanse de amor” (Colosenses 3:13, 14, NTV). Si hay algo importante dentro de un “equipo familiar”, es el amor. El amor ennoblece el carácter, unifica a la familia y nutre la autoestima de todos. A causa del amor las madres llegan a ser virtuosas, los padres honorables, y los hijos ejemplares. En cambio, la carencia de amor aleja, deprime y devalúa a todos. Por eso Santiago ya no se sentía valioso en el lugar que había sido su bastión, su fortaleza. La falta de amor en casa había llegado al punto de la intolerancia mutua y eso lo estaba consumiendo.
Brenda Garrison, autora del libro Love No Matter What [Ama sin importar nada], describe muy bien la clase de paciencia que Dios tiene nosotros. Ella cita a San Pablo, quien confiesa que Jesús le manifestó su inmensa paciencia a pesar de su condición y sus acciones pecaminosas. Él dijo: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia” (1 Timoteo 1:15, 16).
El amor es incondicional
La tendencia humana es amar con condiciones. Un padre deja de interesarse en el bienestar de su hijo que durante varios años ha estado alterando el estilo de vida del hogar debido a una adicción; una esposa deja de apreciar a su esposo de veinte años de matrimonio porque el estrés lo ha tornado impaciente; el hermano mayor ridiculiza y aun lastima al menor, porque le parece que no es ingenioso y creativo. Todos estos son casos de “amor” condicionado, pero la Escritura dice que “el amor es paciente” (1 Corintios 13:4, NTV) y que se debe amar sin condiciones, como lo hace Dios. “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jeremías 31:3).
Basados en la verdadera noción del amor, concluimos que debemos “amar sin importar nada”. Este concepto nos libera del egoísmo y de nuestra carencia de aceptación y empatía. Al mismo tiempo nos prepara para recibir las virtudes que el amor trae en su estela, como el respeto y la confianza, la misericordia y la paciencia, las que no se comparten con quien las merece sino con quien las necesita. Santiago es uno entre miles de padres despreciados por sus hijos porque no son tan letrados como ellos, o porque han perdido el vigor y la lozanía de la juventud.
La falta de amor en las familias hace que los esposos se menosprecien, que los hijos maltraten a sus padres, que los niños sientan un gran vacío en casa, aunque esté llena de gente. La buena noticia es que esto puede cambiar. Uno de los primeros pasos para lograr el cambio es “reconocer las faltas”.
El diálogo
Le dijimos a Santiago que procurara reunir a su familia y les dijera cómo se estaba sintiendo. Que les hablara de los daños que sus actitudes le infligían, y que les pidiera que corrigieran su proceder.
No siempre los conflictos familiares tienen finales felices, pero si se realizan los cambios necesarios, habrá una mejoría en el ambiente del hogar. En nuestras relaciones familiares deberíamos ponernos en los zapatos de los otros más a menudo. Hagamos lo que dijo el Señor Jesucristo: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (S. Mateo 7:12).
Los autores son consejeros matrimoniales y dirigen el programa “Lazos Familiares”. Escriben desde Orlando, Florida.