“Me hallaba en el campo de concentración de Auschwitz, en la Segunda Guerra Mundial --comenta Franciszek Gajowniczek--. Una noche, al pase de lista, uno de nuestros compañeros no apareció. Sonaron las alarmas y las patrullas coparon los alrededores. Angustiados, nos fuimos a los barracones. Los dos mil internos en nuestro pabellón sabíamos que, si no lo encontraban, matarían a diez de nosotros.
“A la mañana siguiente nos tuvieron de pie todo el día, solo con un poco de tiempo para comer algo. El coronel Karl Fritzsch volvió a pasar lista y anunció que diez de nosotros seríamos ajusticiados”.1
Gajowniczek fue uno de los diez elegidos para morir, y al salir de su fila musitó estas palabras: “Pobre esposa mía; pobres hijos míos”. Maximiliano Kolbe lo escuchó, dio un paso al frente y le dijo al coronel: “Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos”.2 El oficial nazi, aunque irritado, aceptó su ofrecimiento. Maximiliano Kolbe, quien tenía 47 años, fue puesto en ayuno, junto con otros nueve prisioneros, para que muriera. Era el 31 de julio de 1941. El 14 de agosto, al ver que Maximiliano aún vivía le aplicaron una inyección de fenol y lo incineraron.3
La preeminencia del amor
Nada más grandioso que el amor. Hace bien al dador y al receptor. Por él se gesta la vida. Es el detonante de las grandes hazañas. Ennoblece a quien se sacrifica por los amigos, diviniza a quien se ofrenda por los enemigos.
Dios es amor
Los escritores bíblicos asocian al amor los actos y las motivaciones de Dios. San Juan declara: “Dios es amor” (1 Juan 4:8) y, asombrado por el efluvio del amor divino, expresa: “Mirad cual amor nos ha dado el Padre” (1 Juan 3:1). San Pablo dice: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8), y al despedirse de los creyentes corintios los encomienda al “amor de Dios” (2 Corintios 13:14). Por su parte, el Redentor habla en grado superlativo del amor de su Padre: “De tal manera amó Dios al mundo” (S. Juan 3:16). Y en vísperas de su martirio dice a sus discípulos entristecidos por la inminente separación: “El Padre mismo os ama” (S. Juan 16:27).
Podemos decir que el amor es un elemento exclusivo de Dios, propio de su esencia, y emanación de su ser, y que todo el amor, no importa quien lo ejerza, proviene de Dios. No hay tal cosa como el amor humano.
Aunque Dios no hubiera hecho nada más, con crear el amor ya sería suficiente para tributarle eterna gratitud. Es el amor, además, un atributo comunicable, y Dios anhela comunicarlo a sus criaturas. San Pablo dijo: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo” (Romanos 5:5).
Amar es dar
El erudito Louis Berkhoff dijo acerca del amor: “Este amor es la perfección de Dios por la cual él es movido eternamente a su propia comunicación”.4 Es decir, el amor de Dios lo impulsa a comunicarse. Y cuando se comunica lo hace por medio del amor. Y porque Dios es vida, al comunicarse por amor va derramando vida.
Este amor en acción es explosión vivificante, a diferencia del egoísmo, implosión mortal. El amor estalla hacia afuera, el egoísmo hacia adentro. Hacia afuera se prodiga el bien. Hacia adentro se trastorna el espíritu, merma la inteligencia, las fuerzas vitales se agostan y devienen en muerte.
Amar es compartir
El amor de Dios consiste en dar. En la creación da la vida con su palabra, y al primer hombre le da el espíritu con su aliento. Luego le otorga los tesoros del mundo con su voluntad generosa y, ante la emergencia, da su Hijo en sacrificio por el mundo en desgracia (Génesis 1-3).
El timón del poder
Hay en el amor una fuerza inmensurable. Porque el amor es la motivación de Dios. La maquinaria de su poder es movida por la bujía de su amor. Dios se basta a sí mismo para ser feliz, pero su amor le induce a compartir su felicidad. Por eso comparte su vida. Es el amor el sello de su carácter, la chispa de su dinámica, el signo y la razón de su existencia.
Dios, quien actúa siempre por amor, vio al hombre en las garras de los demonios y se hizo Hombre para rescatar lo suyo. Anduvo por la región de los desposeídos, de los dementes, de los enfermos, de los desesperados, y por donde pasó dejó una estela de amor. Amó a los amigos y a los enemigos, a los vecinos y a los extranjeros, a los creyentes y a los incrédulos. Y una mañana de primavera, subió una colina con una cruz a cuestas y en esa cumbre patentó el amor.
Los demonios y los hombres malvados quedaron avergonzados. Un solo hombre desarmado les hizo frente y los venció. El objetivo era quebrantar su amor. Intentaron exasperarlo para que dejara de amar. Pero a la tortura opuso la paciencia, a la agresión la intercesión, a la muerte la indiferencia. No le espantó morir, sino la posibilidad de interrumpir el ciclo del amor eterno que lo une a su Padre. Y por la fuerza de ese amor invicto, cuando las fauces del sepulcro se tragaron sus restos, salió triunfante al tercer día. Ni legiones romanas ni hordas diabólicas pudieron detenerlo. El amor había vencido.
Un Dios así merece un par de rodillas por persona.
Conclusión
Hoy ese amor está a nuestra disposición, para que Maximiliano Kolbe no sea la excepción, para no se le considere un genio de la fe, pues no hay genialidad religiosa. Las mismas posibilidades de amar que tuvo el padre Kolbe las tenemos nosotros. Basta con acudir a la Fuente, al Dios que nos dice con vehemencia: “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3).