Cierta vez, un modesto muchacho de aldea sintió que su alma se trastornaba. Algo le acontecía que no podía dominar. Perdió la razón súbitamente y su corazón se halló poseído por una pasión absurda: se había enamorado locamente de una hermosa y delicada princesa. Para todos era evidente que su amor tenía tantas posibilidades de florecer como tiene una semilla la posibilidad de germinar en un salar. Tanto sus buenos y sabios amigos, como también su propia razón, le aconsejaban que abandonara su quimera y se dirigiera a lo posible: la viuda de un rico cervecero, que aunque vulgar y no muy agraciada no dejaba de ser un buen partido.
Aquel muchacho sabía que, según la conexión profunda y los intereses indestructibles que reinan en la vida cotidiana, jamás alcanzaría a la princesa. Ella estaba reservada para algún príncipe poderoso. También sabía que lo que su razón le advertía era cierto, porque la razón ve las cosas en su justa medida. ¡Ella es propiamente la medida de todas las cosas en este mundo! Su cabeza le decía que en este planeta, miserable y previsible, su amor era desmesurado e imposible; jamás se podría unir un aldeano con una princesa. Sabía también que el sentido común recomendaba en estos casos resignarse con serenidad ante lo inevitable. Incluso, en un momento, aceptó esa resignación, porque se daba cuenta de la realidad con toda la lucidez de que era capaz su alma humana.
Pero, como una astilla clavada en su carne, sus pensamientos se mortificaban con el objeto de su pasión, la bella princesa. Así como el viento que enciende la hoguera, el paso del tiempo encendía aun más el fuego de su amor. Finalmente, abandonando el sentido común, el joven se entregó, sin más, en los brazos de lo absurdo. Entonces, se dijo a sí mismo: “Por la fe y solo por la fe en mi amor absurdo, me convertiré de aldeano en caballero, haré de mi existencia un testimonio vivo de la caballerosidad, mis gestas superarán las de cualquier príncipe, y mi fe volará por arriba de la razón y de las posibilidades. En virtud de mi absurda fe obtendré la princesa”.
Sören Kierkegaard, filósofo danés (1813-1855), usa la figura del joven aldeano para referirse al creyente que lucha con su fe en un mundo cruel, que intenta distraer la angustia del hombre con placeres vanos porque no tiene ninguna respuesta a la tragedia de la muerte. Para Kierkegaard, la princesa es la inmortalidad; la eternidad que alcanzan los valientes que arrebatan el reino de los cielos.
Pero, además, Kierkegaard contrapone otro personaje al caballero de la fe: el caballero de la resignación. Entonces, el filósofo arremete contra los ateos y los falsos creyentes que solo intentan entender el mundo con su sola razón. El caballero de la resignación cree más razonable matar en ellos el deseo por la princesa y sumergirse en la resignación para adormecer el dolor. Son los caballeros —con minúscula— de la resignación. Se embotan en las cosas cotidianas; tratan de llenar su vacío interior consumiendo cosas, sin darse cuenta de que las cosas los consumen. Viven para el hoy y para este mundo. “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, porque mañana moriremos”, concluyen (1 Corintios 15:32). El caballero de la resignación no puede sacrificar sus intereses cotidianos a su pasión más profunda, la de alcanzar lo imposible.
A su sufrimiento, los caballeros de la resignación le oponen su buen pasar en el mundo. ¿Pero, en verdad, son ellos felices? En el fondo, los caballeros de la resignación están desesperados. Cada noche, cuando se acuestan junto a la viuda, una voz que intentan acallar les dice por lo bajo: “Y, sin embargo, hubiera sido maravilloso haber conquistado a la princesa”.
Solo el caballero de la fe es auténticamente dichoso. Él reina sobre lo finito, porque su fe se eleva sobre sus posibilidades. El caballero de la fe sabe que para Dios nada es imposible. Es valiente, porque el mundo no le habrá impuesto una viuda. Morirá luchando y sufriendo por su fe, pero en esa lucha hay esperanza y dignidad.
El caballero de la resignación, por el contrario, jamás tendrá a la princesa, ni tampoco esperanza ni dignidad. En él solo hay desesperación. Tan desesperado está que a veces logra engañarse a sí mismo y se convence de no desear a la princesa (todo hombre desea vivir para siempre). Entonces, paradójicamente, esa extrema desesperación se asemeja a la felicidad, a la burda felicidad que puede ofrecer la vida cotidiana, a la burda felicidad que pueden provocar las caricias de una viuda fea, vulgar y ridícula.