De niño, mi madre solía leerme algunas porciones de la Biblia antes de ir a la cama. Me leía breves historias y algún salmo de esperanza. Mi madre amaba los salmos. Con eso me dormía. Algunos textos eran verdaderos somníferos. Otros eran tan atractivos que me quitaban el sueño. Y no faltaron esos capítulos de la literatura bélica que alimentaron increíbles pesadillas nocturnas. No soy muy amigo de este género literario para la lectura infantil. Algunas escenas del Antiguo Testamento son la versión antigua de la guerra encarnizada entre judíos y árabes que el polvo de los milenios aún no ha podido sepultar. Crueles.
Cuando pienso qué fue lo que me atrajo de la Biblia en los años de mi juventud, creo reconocer con cierta nitidez un valor que los jóvenes aprecian sobremanera: la autenticidad. Los personajes de la Biblia son de carne y hueso. Auténticos. Buenos y malos. Contradictorios. Reales. Así es la vida. Y hoy, con más años encima, sigo rescatando esa peculiaridad de la Biblia. Me perturba, me persigue, me intriga, me convence, y amo esa vocación por la verdad que permea cada página del Libro.
Anoche, mientras me preparaba un sándwich en la cotidianidad de mi casa, vino a mi mente otra vez este carácter insobornable de la Palabra de Dios. Esta peculiaridad de la Escritura nos persigue en todo momento. Se nos mete en el alma. La Biblia es más que el mejor psicólogo. Todo su contenido se convierte en una cuestión personal.
Hay vislumbres de la existencia de Dios en cada rasgo de la historia humana y de la naturaleza. Para millares, “los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmos 19:1). El sol, la lluvia a tiempo, las colinas nevadas, los ríos cristalinos declaran el amor del Creador. Por otra parte, no son pocos los que ven evidencias del cuidado de Dios en las relaciones de amor filial y fraternal: el cariño dispensado entre amigos, familiares, cónyuges, padres e hijos. “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen” (Salmos 103:13).
Sin embargo, el mismo sol que testifica del amante Creador puede volver la tierra en un desierto que cause hambre. La misma lluvia puede crear torrentes que ahoguen a familias enteras. La montaña elegante y bella puede eructar fuego que destruya pueblos y aldeas. Y las relaciones humanas a menudo envuelven celos, envidia, ira y hasta odio que conduce al asesinato. Cada día, el mal da más señales de vida en este mundo. El mal revela un conflicto contra el bien, pero nada explica cómo comenzó el conflicto, quién está luchando y por qué, o quién finalmente triunfará. Solo la Biblia lo explica.
Hay un universo fuera de nosotros que queremos conquistar. El telescopio espacial Kepler está muy ocupado en la búsqueda de planetas de otros sistemas solares. Se creía que el 2012 podría traernos algo incluso más emocionante: la primera y auténtica “Tierra extranjera”. Un lugar donde haya civilización, como en nuestro planeta. Sin embargo, hay un universo interior en cada ser humano que clama por ser conquistado. Y acá viene el valor de la Palabra de Dios. El pecado limita la revelación de Dios en su creación, porque oscurece nuestra capacidad de interpretar el testimonio divino. Y dentro de su creación estamos nosotros, débiles seres humanos. Nadie mejor que tú conoce tus luchas interiores. Nadie mejor que yo conoce mi impotencia ante el pecado. En su amor, Dios nos dio una revelación especial de sí mismo para ayudarnos en la conquista de nuestra alma.
Esto es precisamente lo que me da la Biblia: una conciencia moral de mí mismo que no puedo alcanzar solo. Que nadie me puede dar. Porque está más allá de mis límites, como lo están aquellas estrellas que permanecen ignotas a distancias infinitas. Solo la Biblia se introduce en nuestro interior para que nos veamos en el espejo de Dios. Porque la criatura solo puede conocerse si conoce a su Creador. Solo la Biblia nos dice que somos polvo y también estrellas. Solo la Biblia me responde de dónde vengo y a dónde voy. Solo la Biblia despierta la fe y consolida la esperanza. Solo la Biblia me señala el camino de mi propia conquista, de mi propia salvación; porque aun débil, “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13). Por eso la amo.