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Siempre tuve cierta admiración secreta por quienes saben ganarse la vida con la habilidad de sus manos. Mi madre solía decirles a sus amigas que mi hermano era más inteligente que yo porque “concretaba con sus manos las órdenes de su mente”. Claro que no es alentador escuchar por boca de la propia progenitora que un hermano es superior. Pero como siempre fui de la idea de que lo peor es padre de lo mejor, me empeñé en ser perseverante y trabajador para suplir mis propias deficiencias. No digo que logro compensarlas fácilmente; la verdad es que no sé clavar un clavo. Literalmente. Aunque me convencí que tengo otros talentos, no dejo de admirar a quienes saben defenderse con sus manos. Me parecen hombres más completos.

En estos días conocí a un joven hispano que sí sabe clavar clavos. Sabe hacer mucho con sus manos. Lo estuve ayudando (en realidad mirando más que ayudando) en algunas tareas de construcción que estamos haciendo en la sala de mi casa. Juan Cabrera es un muchacho que no llega a las tres décadas de vida pero ya muestra en sus manos y en su rostro las huellas de una vida muy dura. Llegó de México hace doce años. Era casi un niño. Solo. Y solo vivió hasta que conoció a María, su amada esposa. Su infancia huérfana de afecto le pasó factura, y cuando quiso ser padre de sus hijos no pudo. Lo mató la responsabilidad. Lo hirió casi de muerte su impotencia de no poder ser lo que quería ser. Y así, sintiendo la deuda de la vida sobre sus hombros se dio a la droga. Fue deportado tres veces. La última vez que compareció ante un tribunal, el juez lo miró a los ojos y le dijo: “No quiero verte más aquí. Hoy voy a limpiar tu registro, de lo contrario jamás dejarás de entrar y salir de la cárcel; pero te portarás bien”. Se lo repitió ocho veces (Juan las contó): “Te portarás bien”.

Desde ese momento Juan hizo el esfuerzo de portarse bien, de no drogarse más. Pero no pudo. Y en medio de su impotencia, exclamó interiormente, sin saberlo, lo mismo que Pablo le había dicho al Señor dos mil años antes: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago… ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:19, 24).

Gracias a Dios, Juan se encontró con dos hombres buenos en la vida. El juez que le limpió su historial y el pastor Pedro Rascón, que lo condujo a Cristo. Ahora sí, sabiendo de qué se trataba, Juan pudo exclamar con Pablo: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7: 25). Jesucristo lo libró de la ley de la muerte, de la droga, y le dio una vida nueva.

Hoy Juan es un excelente constructor que despierta en mí una gran admiración por la forma en que resuelve los problemas que le plantea la construcción. Es talentoso y creativo, hábil y trabajador. Jamás pierde la paciencia ante las dificultades de su trabajo (muy complicado por cierto), porque resolvió problemas más graves. Hace todo con esperanza.

“Toda esa energía que tu alma no podía contener y que la entregabas a la droga, hoy la vuelcas en creación y libertad. Antes, la droga transformaba tu energía en amargura y esclavitud. Hoy Jesucristo transforma tu energía en una flor y un plato de comida para tu esposa y tus hijos. ¡Qué cambio maravilloso!”, le dije a Juan luego de escuchar su testimonio.

“Así es”, me respondió. Y tras un silencio profundo, sus ojos se llenaron de lágrimas.

“Encontrar un hombre bueno en el camino de la vida ayuda a enderezar nuestros pasos”, me dijo mi esposa después de escuchar a Juan. Hacía referencia al juez y al pastor que habían ayudado a Juan.

Querido lector, ¿seremos nosotros hoy esa persona buena en la vida de nuestro prójimo?


El autor es director asociado de EL CENTINELA.

Necesitamos solo un buen hombre

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Febrero 2011