Preso en una cárcel comunista, el autor conoció una dimensión de la vida hasta entonces desconocida para él: Una cárcel puede ser una ciénaga oscura donde se compromete la libertad, la esperanza y aun la dignidad humana, pero también puede ser el lugar donde la luz de Dios resplandezca más nítidamente en contraste con las tinieblas.
La voz rajada y chillona del guardia del pasillo de la sección cuatro se hizo escuchar al unísono con el chirrido de la pesada puerta de rejas que daba entrada a la Leonera. “¡Carne fresca!”, gritó. Del interior de aquella horrenda cueva donde se acumulaba lo más bajo de la sociedad salió como un rugido estruendoso de algarabía, seguido de aplausos. Yo tenía 22 años recién cumplidos, estaba viviendo aquellos crueles momentos, y me parecía imposible que fuera verdad. ¿Cómo podría eso estar pasándome a mí? ¿Era acaso cierto? ¿O quizá pronto despertaría de aquella pesadilla? La perversa voz del guardia, a quien simplemente llamaban Pasillo, me sacó de mi inocente cavilación. Congraciándose con los condenados, pregonó otra vez: “¡Carne fresca!”
Una sensación escalofriante me recorrió la espina dorsal. Los cuentos del reeducador no eran cuentos. Todo estaba sucediendo tan rápidamente que era como ir cayendo de un abismo en otro abismo. Oré brevemente: “¡Señor, no me sueltes de la mano!” Y entonces, con una reacción inesperada, inspirado en los pasajes de Nehemías profeta, dije con una voz potente que hizo callar a todos: “¡Señor Jehová de los ejércitos, en el día grande, en el día de tu segunda venida, en el día del juicio final, recuerda a este sinvergüenza y no le perdones este pecado!” Ante el efecto producido, el Espíritu me hizo decir cosas que ni siquiera había planeado o pensado, más o menos así: “¡Jehová, Jehová, Dios poderoso en batalla! ¡Aquí está tu siervo, perseguido como uno de los profetas de la antigüedad! ¡Desnuda tu brazo ante los perversos y no te separes de mí ni un instante! Yo te pido hoy: ¡Derrama las siete postreras plagas sobre el que se atreva a tocarme!” Vaya atrevimiento. Yo pesaba 54 kilogramos (120 libras), y no soy muy alto de estatura, pero siempre tuve una voz potente. Sin embargo, sentí que aquella voz no fue solo mi voz, fue algo muy poderoso que pareció tener eco en toda la Leonera. De todas maneras, aquella inesperada imprecación y la invisible presencia del Todopoderoso crearon un escudo de protección a mi alrededor y produjeron un profundo impacto en aquella gente, incluyendo al Pasillo, que abriendo y cerrando rápidamente detrás de mí la puerta de la celda, salió como alma que lleva el diablo. De más está decir que por la gracia de Dios nadie se atrevió a tocarme, ni siquiera a amenazarme en todo el tiempo que estuve allí.
La celda de la bienvenida
Era una celda de aproximadamente tres metros de largo por dos de ancho; “tapiada”, según la jerga de los reclusos. Esto quería decir que la puerta estaba cubierta con una plancha de acero; solo tenía una ranura a la altura del suelo, suficiente como para dejar pasar un plato de aluminio y una lata pequeña para el agua y la leche aguada que daban para el desayuno. A la mañana, el menú era invariable: Una rebanada de pan, del grueso del dedo meñique, y una ración de leche en polvo, disuelta en agua fría y con algo que le daba un cierto sabor no del todo desagradable. Pero nunca pasaba de la mitad de la capacidad de la mencionada latita. Las otras dos comidas eran igualmente frugales: arroz suficiente como para llenar una cajita de fósforos pequeña. Algunos contaban por curiosidad los granos de arroz antes de comérselos, y nunca pasaban de 150. Ese era el récord. El potaje o sopa era siempre de frijoles. Calculo que sería como un cucharón mediano, y a veces, si estábamos con suerte, nos tocaba un pedacito de calabaza con los frijoles.
Para dormir había solamente una litera doble. Se imaginan una litera doble para 21 hombres. ¿Qué digo hombres? Seres humanos. ¿Seres humanos? No, no, en tales condiciones, los seres humanos se vuelven peores que las bestias. Me daba mucho dolor ver cómo el enemigo había destruido la imagen del Creador en personas que, al fin de cuentas, eran creación de Dios. A veces peleaban hasta la sangre para dormir en la litera, y muchas veces tiraban al suelo al que se quedaba dormido, y las cabezas sonaban como cocos en el piso de concreto. ¡Aquello era horrible!
Pero esto era principio de dolores. Lo peor vendría después. A medida que pasaban los días, la situación se hacía más y más difícil. ¿Puede imaginarse a 21 hombres teniendo que hacer sus necesidades fisiológicas en un agujero de diez centímetros de diámetro en una esquina de la celda? Jamás intenté usar aquellos camastros pestilentes; me pasaba día y noche agachándome y parándome, recostado a la pared. No podíamos sentarnos ni acostarnos en el piso, porque había orina y excremento desparramados por todos lados. Me dolían las piernas y la espalda; tenía los pies hinchados y comenzaban a pudrirse los dedos dentro de las botas húmedas e infectadas. El tiempo parecía haberse detenido.
Mi verdadero dolor
Durante los dos días anteriores ya no había podido comer ni la escasa ración; se la regalaba a cualquier de ellos. No hablaba sino para contestar con monosílabos cualquier pregunta. Pero mi verdadero dolor no era físico, sino espiritual. Compréndanme, es muy difícil para un hombre como yo confesar esto, pero creo que ser honesto y vulnerable ayuda a sanar el alma: Me encontraba quebrantado, llegué a pensar que Dios me había abandonado, estaba desesperado y deseaba realmente morir. Por primera vez en toda mi existencia quise dejar de ser; y felizmente, nunca más me ha sucedido esto. Nadie en este mundo debería tener una vivencia similar. Todo había sido un fracaso. Todos mis sueños juveniles de ser un predicador exitoso, de ser un gran evangelista, de ser un pastor amado por su congregación y la comunidad, se habían reducido a una pestilente celda llena de delincuentes y materia fecal. Imagino que Lucifer y los ángeles caídos me rodeaban y se regocijaban en mi fracaso. Me daba vergüenza pensar en mi esposa y en mi primer hijo que iba a nacer. ¿Qué clase de legado le podría dar?
Cuando empezaba a orar, solo lograba llenar a Dios de reproches, y luego me avergonzaba. Recuerdo que le dije: “¡Tú me has engañado! ¿Eres acaso mejor que estos comunistas? Te entregué mi vida para ser un ministro, me puse a tu servicio siendo un niño, he puesto mi juventud en tus manos y mira dónde me has traído. ¡Me has engañado! ¡Mira lo que has hecho de mí; parezco un guiñapo! ¡Si mi madre me viera, se horrorizaría! ¡Si mi esposa me viera, se moriría de angustia! Ya basta, Señor, he tocado fondo. ¡Termina con mi vida aunque ésta sea una muerte vergonzosa! ¡Ya no tengo fuerzas para seguir aquí! ¡Y no quiero continuar!”
Traté de sufrirlo y no pude
Este diálogo con mi Dios, aparentemente tan irracional, me hizo rebotar contra el fondo y ver mi verdadera realidad. Entonces pregunté: “Dios, ¿qué quieres de mí?” Mientras decía esto en mi interior, comenzaron a llegar a mi mente escenas de la vida del profeta Jeremías. Y yo miraba al hombre de antaño desde mi condición; y aunque no tenía la Biblia en la mano, recordaba los pasajes con una nitidez extraordinaria.
Vi a Jeremías cuando se encontró con la Palabra del Señor y con cuánta alegría la aceptó: “Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón; porque tu nombre se invocó sobre mí, oh Jehová, Dios de los ejércitos” (Jeremías 15:16). Este pasaje me recordó los días cuando acepté el llamado para ser un ministro.
Mi padre trató por todos los medios de disuadirme de mi decisión de ser pastor, pero el llamado era más fuerte que yo. Ahora, desde el fondo de la celda, pensé que tal vez mi padre tenía razón. Pues pude ver al profeta cuando, por cumplir con su misión, fue azotado y puesto injustamente en el cepo, castigo cruel y vergonzoso, sobre todo cuando lo expusieron en la puerta superior, la que conducía al templo, para escarmiento público (Jeremías 20:2).
Contemplé al profeta cuando sufría la conspiración, la traición y las calumnias de los que debían ser sus amigos y hermanos: “Venid y maquinemos contra Jeremías” (Jeremías 18:18). ¿Has tenido que sufrir la calumnia alguna vez? ¡Qué difícil es! Y sobre todo cuando la calumnia va cabalgando sobre los lomos de tu desgracia, la carga de la vida es cuatro veces más pesada. Me pregunto: ¿Cómo puede Dios perdonar a los calumniadores? ¡Esa es una de esas cosas incomprensibles de su amor!
Yo lo vi injustamente en la prisión. Me identifiqué con el siervo de Dios, quien había sido puesto en la cárcel injustamente por Sedequías, el rey de Judá. Vi cómo Jeremías, abatido y descorazonado, trataba de abandonar el oficio de profeta. E hice mías sus palabras: “Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí” (Jeremías 20:7). Es como acusar a Dios de un engaño de seducción, basado en el poder de su superioridad divina; pero así me sentía yo.
Y dije: “No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre…” No tenía yo mejor manera de decirlo. En otras palabras: ¡Hasta aquí llegué! ¡Termina de una vez y mándame la muerte! ¡No seguiré siendo un ministro ni un nada! ¡Se acabó! (Jeremías 20:9).
Tomar esta determinación fue lo que me hizo tocar fondo. ¿Podría yo abandonar todo lo que realmente era? Ganaría el diablo aquella batalla?
Jeremías dijo: “No obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude”. En aquel instante, la inmunda y pestilente celda se iluminó. Yo no recuerdo qué hora era, ni qué estaban haciendo los otros prisioneros. Me puse de pie, pues un poder celestial había entrado en mi cuerpo. Repetí estas palabras, que tuvieron un eco inconfundiblemente sobrenatural: “Más Jehová está conmigo como poderoso gigante; por tanto, los que me persiguen tropezarán, y no prevalecerán; serán avergonzados en gran manera, porque no prosperarán; tendrán perpetua confusión que jamás será olvidada” (Jeremías 20:11).
A partir de ese momento pude ver todo con claridad: Dios me había llevado allí con una misión, una misión importante. Allí había muchas personas que necesitaban a Dios, muchas almas que salvar, y ese era mi nuevo campo de labor. Esa era ahora mi iglesia, mi nueva iglesia: “La Iglesia de La Prisión del 5 de Luis Lazo”. Yo debía dejar de lamentarme; tenía que dejar de tenerme lástima y debía poner manos a la obra lo antes posible.
Dios me indicó claramente el plan de acción: Mi mente se había estado debilitando por mi estado de duda y rebeldía, pero todo cambió en un instante. En un abrir y cerrar de ojos yo había recuperado mi armonía emocional y espiritual, por medio de la presencia y el toque del Espíritu Santo. Entonces decidí que nunca abandonaría mi ministerio, pasara lo que pasara, y le rogué a Dios que me perdonara por mi falta de fe, por mi falta de confianza en él, y por lo mal que había tratado a mi Señor. Desde aquella fosa pestilente oré a Dios como lo hizo Jonás desde el vientre del gran pez, y le pedí las fuerzas para llevar mi ministerio hasta el final con humildad, honor y dignidad.
Extraído del libro Nunca pierdas la esperanza, publicado por Pacific Press.