Mi hija fue una bebé feliz y cariñosa. . . hasta que cumplió dos años. Entonces comenzó a tener berrinches fuertes. De repente se enfadaba mucho y se tiraba al suelo, gritando y pataleando sin contenerse. Yo era una madre primeriza y probe de todo para calmarla, sin éxito. Acudí a la pediatra y a la psicóloga, hablé con amigas que tenían más experiencia, leí artículos sobre “los terribles dos años”, pero ningún consejo parecía funcionar cuando más lo necesitaba. Cuando ella se enfadaba, mi frustración crecía con la suya, y no podía controlar la situación. Mi inseguridad acrecentaba sus explosiones de enojo.
Un día, ya desesperada, conversé largamente con mi madre. Le conté de todos mis intentos fallidos cada vez que mi hija tenía un ataque de ira. Mi madre guardó silencio por un buen rato, y luego me dijo: “La próxima vez, abrázala. Apriétala contra tu pecho y háblale con ternura. Dile que la amas con todo tu corazón, y que nada, nunca, cambiará eso”.
Unos días después, yo estaba en la cocina dándole de comer a mi bebé de un año. Mi hija estaba jugando cerca de la mesa. De repente comenzó a llorar. Pronto el llanto se convirtió en gritos y pataletas. Dejé al bebé sobre la alfombra con un juguete y me acerqué a mi hija. La tomé entre mis brazos y la abracé con fuerza. Le dije que la amaba con todo mi corazón, y que nada, nunca, cambiaría eso. Acaricié su cabecita sudorosa, y sentí cómo poco a poco su cuerpo se relajaba y su llanto cesaba. Sus pequeños brazos rodearon mi cabeza, devolviéndome el abrazo. “Yo también te quiero mucho, mami”, me susurró al oído.
El lenguaje del abrazo
En un abrazo no solo nuestro cuerpo encaja con la persona que abrazamos, también nuestras emociones y afectos. De alguna forma un abrazo logra romper la barrera de la distancia física y emocional entre dos personas, creando una profunda conexión. Los seres humanos hemos sido diseñados con brazos capaces de arropar, dar protección y abrigo.
Hay estudios que demuestran que el abrazo provoca alteraciones fisiológicas positivas en quien toca y en el que es tocado. Tiene un efecto positivo en el desarrollo del lenguaje y en el coeficiente intelectual de los niños; reduce el estrés y la ansiedad y aumenta el bienestar y la felicidad, entre muchos otros beneficios. Hay estadísticas que indican que necesitamos un mínimo de siete abrazos al día para gozar de equilibrio y sanidad emocional. Los abrazos nos curan por dentro.
Abrazos gratuitos
Hace unas semanas participé en una actividad que organizaron los jóvenes de mi iglesia en un congreso. Consistía en ir a una plaza del centro de la ciudad con un cartel que decía: “Abrazos gratuitos”. Ofrecíamos abrazos a la gente que pasaba por la calle. Era la primera vez que hacía algo así, y me sentía un poco incómoda al principio. Tenía cierta aprensión y temor de que la gente pensara que era una actividad ridícula. Pronto me di cuenta de que casi toda la gente a la que le ofrecíamos un abrazo gratis, sonreía y accedía. Hubo abrazos llenos de sonrisas, otros que terminaron en lágrimas. Abrazos muy cortos y despegados, y otros, especialmente de gente mayor, largos y llenos de sentimiento. Una anciana me tomó las manos después de abrazarnos, y me dijo: “Hace semanas que nadie me abrazaba. ¡Cuánto bien me ha hecho tu abrazo!”
Un Dios que abraza
Cuando Jesús, en la parábola del hijo pródigo, ilustra cuánto nos ama el Padre, usa estas palabras:
“Entonces [el hijo] regresó a la casa de su padre, y cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio llegar. Lleno de amor y de compasión, corrió hacia su hijo, lo abrazó y lo besó” (S. Lucas 15:20, NTV).*
El padre podría haberle preguntado a su hijo cuáles eran los motivos por los que volvía a casa. Podría haberle dado un sermón sobre las consecuencias de sus malas decisiones. Podría haberle enseñado una lección y aceptado a su hijo como uno de sus jornaleros; después de todo, era lo que el hijo pedía. Sin embargo, el padre sabía que el corazón desamparado y triste de su hijo no necesitaba un sermón sino un abrazo. Un abrazo que le recordara que el padre no lo trataba como merecía, sino como necesitaba. Así es el abrazo de Dios. Un abrazo que nos devuelve la dignidad y la confianza. Un abrazo que nos recuerda que hay alguien que habla el lenguaje de nuestro corazón y es capaz de restablecer la conexión perdida.
El lenguaje del abrazo comienza cuando extendemos nuestros brazos hacia el otro. Cuando Jesús se entregó por nosotros, extendió sus brazos tanto como pudo, intentando alcanzarnos a todos sus hijos e hijas. En aquella cruz, Dios nos abrazó con un amor infinito. Cuando estábamos deshechos por dentro, él nos apretó junto a su pecho, nos besó, y nos susurró al oído: “Eres mi hijo y te amo, y nada, nunca, cambiará mi amor por ti”.
* Cita tomada de la Santa Biblia, Nueva Traducción Viviente, © Tyndale House Foundation, 2010. Usado con permiso de Tyndale House Publishers. Todos los derechos reservados.
Adriana Perera es directora del departamento de Música de la Universidad Andrews en Berrien Springs, Michigan.