Mi profesor de Literatura de Union College, en Lincoln, Nebraska, le contó a nuestra clase una vivencia muy peculiar que tuvo cuando su esposa estaba por dar a luz a su primogénito. En ese día tan esperado, este profesor, que medía casi dos metros, vio nacer a su hijo en el hospital. Cuando la enfermera le extendió a su hijito recién nacido para que lo sostuviese en sus brazos, fue tanta la emoción que lo sobrecogió, que este hombre, casi un gigante, se desmayó.
Lo nuevo provoca emociones, a veces muy intensas. Compramos un vehículo nuevo y todos los miembros de la familia sentimos cierta emoción que nos llena de alegría, y queremos contarles la novedad a nuestros conocidos. Lo mismo sucede cuando compramos una casa, un traje nuevo, zapatos u otros artículos del hogar. Nos gusta compartir con otros nuestros sentimientos. La Navidad que acaba de pasar sin duda nos trajo este tipo de experiencia.
Nos encontramos ahora en el umbral de un nuevo año. Damos gracias a Dios por concedernos un año más de vida, en el cual tendremos la oportunidad de arribar a cumbres con las que hemos soñado y que todavía no hemos podido alcanzar. Además, ¿no es reconfortante saber que podemos empezar un año nuevo con una página en limpio?
Quizá su vida está llena de congojas, incertidumbres y fallas. Sin embargo, puede cobrar aliento. Jesucristo nos ofrece esta invitación: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (S. Mateo 11:28). Sí, Jesús el Salvador nos invita a experimentar el reposo del alma al acudir a él. El apóstol San Pablo también nos dice: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). Dios no solo perdona nuestros pecados, sino que los olvida y los echa a lo profundo del mar (Miqueas 7:18, 19).
Al aceptar el perdón de Dios, él nos considera como si nunca hubiéramos pecado. De ese modo tenemos la oportunidad de empezar una vida nueva, una página en blanco. Si alguno de nuestros lectores todavía no ha aceptado a Cristo como su Salvador personal, lo invitamos a que lo haga ahora mismo; o si lo ha aceptado en el pasado pero se ha alejando de él, ¿por qué no decide volver a él de nuevo? De ese modo, por la fe en Cristo llegará a ser su hijo o hija (ver S. Juan 1:12, 13), y disfrutará de paz y gozo duradero.
Para las personas que ya pertenecen a Cristo y que por la fe son nuevas criaturas espirituales, ¿qué puede significar un año nuevo?
Cuando uno acepta a Jesús como su Salvador personal, uno es declarado hijo o hija de Dios, pero esto es solo el comienzo del camino que uno recorre con Dios. A cada paso del mismo uno puede tener la certeza de la salvación mientras nos mantenemos fieles a él. Pero en esa relación con Jesús debe haber un desarrollo de la amistad. Nos damos cuenta que hay áreas en nuestra vida que necesitan cambio o limpieza, y esto promueve un proceso de crecimiento espiritual, el cual se realiza mediante la gracia divina. Este desarrollo puede entenderse como la renovación continua del carácter, el cual se va asemejando cada vez más al de Dios.
Esta transformación de la vida a la semejanza divina la comparo al hecho de mudarse de una casa a otra. Hay personas que dicen que son pobres, pero cuando deben mudarse se dan cuenta que son ricas, pues tienen muchas pertenencias. A través de los meses y los años han ido acumulando diversos artículos en los armarios, en la cochera y en diferentes rincones de la casa. Viene bien una mudanza de tanto en tanto porque es una oportunidad para evaluar si va a guardar ciertas osas o las va a desechar. Muchas de ellas son meramente basura, y qué bien que llega este momento oportuno para no seguir cargando con ese lastre.
¿Estaría pensando en esto el autor del libro de Hebreos cuando declaró: “Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1)? Al andar con Jesús por la fe, nos daremos cuenta de ciertas áreas de la vida que deben cambiar. Él está con nosotros mediante el Espíritu Santo para que se efectúen los cambios necesarios.
Siempre me ha llamado la atención lo que dijo Jesús al relatar la parábola que se encuentra en San Lucas 15:8-10. Allí se nos habla de una mujer que perdió una moneda en su casa. En ese entonces las casas pequeñas del Medio Oriente carecían de ventanas y el piso era de tierra. Esta mujer encendió el candil y barrió su casa. La moneda perdida en la casa puede simbolizar a aquellos que están perdidos espiritualmente en el círculo de nuestra propia familia. Puede ser el esposo, la esposa, un hijo o una hija que están sin Cristo. Para que estas personas puedan ser encontradas y conducidas a la salvación, se necesita que los que profesan ser cristianos enciendan el candil, que es la luz de la Palabra de Dios, y que ésta se refleje en su vida en el hogar. A veces tenemos que barrer de nuestra vida las palabras hirientes, desmoralizadoras, o las actitudes torpes. Como dijera el apóstol: “Quítense de vosotros toda amarguera, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia”. En su lugar, hemos de cultivar estas virtudes: “Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:31, 32).
¿Se ha preguntado cómo puede experimentar este cambio, pese al hecho de que lo ha intentado más de una vez, sin resultado? Este incidente puede sugerir la respuesta a esa pregunta:
Un escultor aprendiz malogró un bloque de mármol y lo dejó abandonado en el patio de su casa. Tiempo más tarde otro escultor pasó de visita por allí y vio ese bloque de mármol aparentemente inútil; inmediatamente hizo un trato con su dueño y lo consiguió para sí. Se lo llevó y, trabajando con sus manos diestras, esculpió la hermosa estatua de David; el escultor era Miguel Ángel. Si un ser humano pudo transformar un pedazo de mármol estropeado en algo hermosísimo, cuánto más Dios, nuestro Escultor por excelencia, puede hacer de nosotros, llenos de faltas y proclives al mal, seres que reflejemos más y más su gloria.
Algún día, si por la fe andamos con Jesús en este mundo y nos sometemos a su voluntad santificadora, lo veremos cara a cara y estaremos con él en la Tierra Nueva. El apóstol Juan describió ese mundo renovado con estas palabras sublimes: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron… y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos… y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:1-5). Y el apóstol Pedro se refirió así a esta hermosa expectativa: “Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justica” (2 S. Pedro 3:13).
¡Qué emoción saber que algún día todo será hecho nuevo por la mano de Dios! Yo quiero estar allí, ¿y usted?
Para eso, al comienzo de este nuevo año —y cada día de nuestra vida— decidamos someter nuestra existencia al señorío de Jesucristo, nuestro Salvador y Amigo fiel. Si en esta tierra caminamos por la fe, tomados de su mano, finalmente estaremos en su presencia en la Tierra Nueva.
El autor es ministro y dirigente cristiano en la zona central de California y escribe desde Fresno. Este artículo apareció originalmente en EL CENTINELA de enero, 1996.