El 12 de octubre de 2010 comenzó un proceso que algunos compararon en magnitud a la llegada del hombre a la luna. A las 11:20 p.m. (23.20 horas) el rescatista Codelco Manuel González descendió en una cápsula de acero a 700 metros (2.100 pies) bajo la superficie del pueblecito minero de Copiapó, Chile, para dar inicio al rescate de 33 mineros atrapados durante 69 días por un derrumbe. A las 12:10 a.m. (0,10 horas) el capataz de 31 años, Florencio valos, emergió de la prisión de cuarzo y oro para abrazar a su hijo de siete años y a su esposa. Entre los presentes se encontraban el presidente del país, Sebastián Piñera, y su esposa, Cecilia Morel.
Más de cien países enviaron equipos periodísticos, y las imágenes del rescate se vieron alrededor del mundo. Las lágrimas de los presentes corrían libremente al presenciar el reencuentro de los jubilosos mineros con sus seres queridos. Se trató de un momento de gran alegría, la celebración de un proceso que tornó una situación imposible en una nueva oportunidad de vida. El primer mensaje del grupo, recibido en la superficie a 17 días de la catástrofe, leyó: “Estamos en el refugio somos 33”. No sin razón, los familiares de los mineros que acamparon a las afueras de la mina desde el derrumbe del 5 de agosto, le pusieron a su emplazamiento “Campamento Esperanza”.
Es natural que algunos veamos un simbolismo espiritual en esta increíble experiencia. Bien lo expresó el segundo minero en ser rescatado, Mario Sepúlveda, cuando dijo de sus dos meses bajo tierra: “Dios y el diablo me pelearon y ganó Dios”.* En esencia, cada lucha entre la vida y la muerte tiene visos del gran conflicto espiritual que se libra entre el bien y el mal, con los seres humanos como el objeto de contención.
La Biblia nos dice que todos nosotros hemos caído en el pozo del pecado (Romanos 3:23). David utilizó una ilustración muy conectada con el rescate de Copiapó: “Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos” (Salmo 40:1, 2).
¿Es posible un cambio para el que está sumergido en las tinieblas de la desesperación? ¿Puede una persona en la profundidad del pecado surgir a la luz? ¿Puede un árbol que nace torcido enderezarse? La ciencia está comenzando a demostrar el poder de la fe en la vida, y la respuesta contundente de la Biblia a estas preguntas es ¡Sí! El cambio es posible. Un cambio total y definitivo. ¿Cómo?
1. El cambio sucede de adentro para afuera. Usted y yo podemos modificar un hábito, pero si no se ha cambiado nuestra actitud ni nuestro temperamento, el cambio será superficial. La promesa de Dios es: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
2. El poder de cambiar proviene de Dios. Usted y yo necesitamos reconocer nuestra impotencia. “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13). Note que según el Salmo 40:1, 2, la función del hombre es esperar pacientemente. Dios hace todo lo demás: Se inclina, oye nuestro clamor, nos saca del pozo, pone nuestros pies sobre tierra firme, y endereza nuestros pasos. El apóstol Pablo expresa la promesa divina en una de sus epístolas: “El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6).
3. La transformación continúa por el resto de nuestra vida. Seguimos luchando contra el pecado. Pero es imposible que Dios deje de amarnos (ver Romanos 8:37-39). Y no importa cuántas veces necesitemos su perdón, él está listo para ofrecerlo, gratuitamente. A eso vino Jesús. “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (S. Lucas 19:10).
¿Desea usted un cambio genuino? ¿Anhela salir del pozo de una vida sin esperanzas? Hoy puede ser el comienzo.
El autor es director de EL CENTINELA.