El joven dormía plácidamente en su alcoba cuando oyó que alguien lo llamaba. Nunca antes había escuchado esa voz, y mucho menos tan tarde en la noche. Sorprendido, corrió hasta la otra alcoba donde dormía el sacerdote y le dijo: “Heme aquí; ¿para qué me llamaste?” El sacerdote le respondió: “no te he llamado; vuelve y acuéstate”. Así lo hizo. Instantes después, volvió a oír la misma voz que mencionaba su nombre. Esto sucedió tres veces. Entonces el sacerdote Elí entendió que era Dios quien llamaba al joven Samuel, cuando apenas tenía alrededor de doce años de edad. (1 Samuel 3:1-13).
Así llama Dios a sus hijos. Dios también llamó a Abraham, a la edad de 75 años, cuando estaba en Ur de los Caldeos. La Palabra de Dios dice que Abraham “salió sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8). Siglos después, llamó a Zaqueo, diciéndole: “Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa” (S. Lucas 19:5). También llamó a Saulo de Tarso en camino a Damasco (Hechos 9:1-19). Podría mencionar muchos otros ejemplos, solo para decirte, amigo lector, que Dios nos llama en cualquier hora del día o de la noche, así como a cualquier edad, porque nosotros somos de gran estima para él.
Dios es un Dios personal
Es interesante notar que Dios conoce todo acerca de nosotros: Nuestros nombres, la dirección de la casa donde vivimos (Hechos 9:11), hasta nuestros cabellos están contados por él (S. Mateo 10:30). Conoce nuestras más íntimas necesidades, y nos mira por donde andamos y cuida de nosotros porque nos ama. Somos sus hijos muy apreciados. El salmista David dice: “Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme. Has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos, pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda. Detrás y delante me rodeaste, y sobre mí pusiste tu mano. Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; alto es, no lo puedo comprender” (Salmo 139:2-6). De Abrahán se dice que “fue llamado amigo de Dios” (Santiago 2:23). El mismo Dios dice así de esa amistad: “¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?” (Génesis 18:17). Tal experiencia de relación personal con Dios es evidente a través de toda la Biblia. Fue así como Enoc caminó con Dios “trescientos años… y desapareció porque lo llevó Dios” (Génesis 5:21-24). Jesús también hizo referencia a Lázaro como su amigo (S. Juan 11:11).
Amable lector, Dios es un Dios personal, que nos ve, nos oye, camina a nuestro lado y está dispuesto a darnos su mano ayudadora a cada instante, si nosotros se lo permitimos. Él está interesado en tu amistad, ve tus necesidades y te dice: “No temas, yo te ayudo” (Isaías 41:13). Dios no cambia, siempre está ahí: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).
Puesto que Dios es personal, su invitación también lo es. Él no llama a multitudes, aunque las muchedumbres acuden a él. Cada uno tendrá que tomar una decisión personal de responder o no a su llamado. Él insiste: “Dame, hijo mío, tu corazón, y miren tus ojos por mis caminos” (Proverbios 23:26). ¿Cuál será tu decisión?
Conocer a Dios
Seguramente has decidido aceptar la invitación de ese Dios que te llama. Pero, ¿cómo iniciar ese camino cristiano y permanecer en él? Es sencillo. Para conocer a alguien, hay que tratarlo, hablar con esa persona. Hace unos días, me encontré con Lina, una joven de la iglesia. Nunca le había conocido novio, pero esta vez la vi muy entusiasmada, compartiendo animadamente con un joven. Al preguntarle quién era, me dijo: “Es mi novio”. “¿Cómo lo conociste?”, le pregunté. “A través de Internet. Pasamos un año leyendo los mensajes que nos enviábamos y ahora somos novios”, me respondió. Algo parecido ocurre con Dios. Tenemos que conocerlo mediante su Palabra. Al leerla diariamente, encontraremos mensajes de salvación y esperanza, como éste: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudare, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia” (Isaías 41:10).
También afirma el apóstol Pablo que “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16, 17). Sus mensajes nos conducirán al arrepentimiento, que se define como “un cambio de la mente y del corazón al reconocer el pecado, que produce una separación del mismo”.* Nos dolerá mucho haber desobedecido a Dios, y como Pedro “lloraremos amargamente” (ver S. Mateo 26:75). El Espíritu Santo de Dios, que inspiró la Biblia, nos “convencerá de pecado” y “nos guiará a toda verdad” (S. Juan 16:8, 13). Es decir, nos guiará a Jesús, quien se define a sí mismo como “el camino, la verdad y la vida” (S. Juan 14:6). Reconoceremos entonces que sin Dios estamos completamente perdidos, y lo buscaremos de corazón y nos refugiaremos en él como nuestra única solución.
Cuando esto ocurra, reconocerás que no eres tan bueno como pensabas, y por eso te entregarás a Jesús. Decidirás sepultar simbólicamente tu vida pasada en el bautismo por inmersión, como ordenó Jesús (S. Marcos 16:16).
Perdón
Dios perdona al pecador arrepentido. Dice Pablo: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). Esto significa que Dios no toma en cuenta el pasado. Sigue diciendo el apóstol: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (vers. 19). Simbólicamente son “arrojados a lo profundo del mar” dice el profeta. (Miqueas 7:19).
¡Qué maravilloso es saber que Dios nos perdona de esa manera, sin importar la magnitud de nuestros pecados! Vale la pena exclamar: ¡gloria a Dios! ¿No es esto fascinante, amigo lector?
Justificado y santificado
Este acto de absolución de los pecados se conoce también como justificación. En Romanos 5:1 dice: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. Este es un acto instantáneo en el que el pecador es declarado justo mediante Cristo, y es capacitado para recibir la vida eterna que Cristo prometió a los que le aman. Por supuesto, el creyente debe caminar con el Señor Jesucristo día tras día, creciendo en su experiencia cristiana a través del estudio de la Biblia y la oración. También debe visitar un templo en el cual adore a ese Dios personal y comparta su experiencia con otros (ver Hebreos 10:25). De este modo encontrará la paz y la felicidad que él le otorga. Este andar con Cristo también se conoce como santificación, y es una obra de toda la vida, hasta que Cristo regrese por segunda vez a esta Tierra a buscar a su iglesia.
El Dios que te llama es un Dios personal, misericordioso, que no hace acepción de persona, sexo o edad. Es un Dios que se interesa en nosotros siempre, que está dispuesto a perdonarnos y a olvidar el pecado que cometimos. Ese Dios siempre está con los brazos extendidos para recibirnos. ¿Aceptarás su invitación? Espero que sí, por la gracia de Dios.
El autor es coordinador hispano del la Asociación del Gran Nueva York.